La política española está repleta de traidores y también de víctimas que a su vez fueron o pueden ser felones si se dan las condiciones pertinentes. Nuestra historia reciente nos ofrece una panoplia completa de nombres que en un momento u otro de su trayectoria utilizaron la deslealtad como arma de destrucción masiva. Da igual el partido que los parió porque en todos ellos la puñalada trapera ha escrito páginas gloriosas en los últimos años. Lo acaecido estos días en el PSOE, y más concretamente a Pedro Sánchez, demuestra claramente que John Le Carré estaba en lo cierto cuando dijo, hablando de la vida más que de la literatura, que la traición es en gran medida una cuestión de hábito.
Y nuestros políticos tienen absolutamente interiorizado el hábito de la felonía. La lealtad, ya lo sabíamos, no es una de sus principales virtudes. No suelen ser fieles ni a los ciudadanos, ni tan siquiera a los votantes que los eligieron, ni llegado el caso que nos ocupa a los líderes que más o menos confiaron en ellos. Hablamos de la fidelidad bien entendida, no de la que se tiene uno a sí mismo y que se basa exclusivamente en estar en el lugar adecuado en el momento preciso con la única ambición de flotar y sobrevivir al precio necesario. Flotar y sobrevivir, ubicarse, sentarse siempre a la vera de la oportunidad y no de la integridad; caminar no por el camino recto sino por el que les conduce de forma rápida a la cueva de las ambiciones.
Leer algunos nombres del listado que este fin de semana mostró su apoyo a las ambiciones de Patxi López nos llevaría inexorablemente al llanto o a la carcajada. A elegir. Y ni intento ni quiero salvar al exsecretario general de los socialistas, víctima del mejor y más maquiavélico Rubalcaba, pero víctima sobre todo de su propia ineptitud y de una traición anunciada, y que a buenas horas le habrá servido para confirmar con sorpresa lo que se temía: que se puede confiar totalmente en las malas personas porque éstas no cambian jamás.
Nuestros políticos se saben de memoria la historia del escorpión y la rana pero están convencidos de que son capaces de darle la vuelta al final de la fábula. Morder a la rana en mitad del río, traicionarla, está en su condición y no pueden evitarlo, pero se han creído que como saben nadar y guardar la ropa llegarán a la otra orilla y se salvarán.
Los que han traicionado a este Sánchez, y antes a otros como él, porque está en su naturaleza y han llegado al otro lado del río, creen que si al final ganan no hay traición que valga y esperan encontrar una nueva vera a la que arrimarse y un nuevo camino que reptar para colmar sus ambiciones hasta que vuelvan a convertirse en los escorpiones que llevan dentro o comprueben con terror que el río se ha quedado sin agua y ya nadie los necesita para cruzarlo.