Viendo la alegría con la que muchas de las manifestantes en la Women’s March del sábado se colocaban en la cabeza un hiyab, la prenda con la que el islam señala a las mujeres que no están disponibles para ser abusadas (sura 33:59), parece legítimo preguntarse si el objetivo de la marcha era pedir igualdad de derechos para mujeres y hombres o simplemente sustituir a su supuesto opresor actual, Donald Trump, por uno infinitamente más agresivo pero sobre todo eficiente a la hora de ejercer su violencia contra las mujeres que han tenido la mala suerte de nacer en territorios bajo su control.
El 8 de marzo de 1979, coincidiendo con la revolución islámica en Irán que llevó poco después al poder al ayatolá Jomeini, 100.000 mujeres arriesgaron la vida en Teherán para manifestarse en contra de una de las primeras medidas decididas por la todavía embrionaria dictadura de los clérigos chiitas: la obligatoriedad del hiyab. Las fotos de Hengameh Golestan, que pueden encontrarse aquí, muestran lo que era Irán antes de la llegada de la vertiente más rigorista del islam al poder: una nación cuyas mujeres resultaban prácticamente indistinguibles de las que el sábado se manifestaron en Washington y en otras ciudades estadounidenses. Sería interesante saber lo que opinan ahora esas iraníes de las que el sábado pasado, arriesgando no la vida sino poco más que el ridículo, reivindicaron disfrazadas de vagina gigante la prenda con la que su religión las marca como esclavas.
Cuarenta y cinco años y cientos de miles de lapidaciones, desfiguraciones con ácido, palizas y crímenes de honor después, miles de supuestas feministas, perfectamente libres de vestir como deseen en un país indiscutiblemente más seguro para ellas que cualquiera de esos en los que el hiyab es una prenda de uso habitual, escupieron en la cara del verdadero feminismo. Quizá desconociendo que existen interpretaciones menos estrictas de la sura 33:59. Son las que defienden la idea de que el hiyab no es necesario ni obligatorio en aquellas sociedades en las que las mujeres no son acosadas habitualmente en el ámbito público. Son interpretaciones, por supuesto, puramente teóricas. En las calles del islam, la versión que se ha impuesto muy mayoritariamente es la que prescribe la obligatoriedad de las prendas que cubren el cuerpo de la mujer.
Como escribió Bertrand Russell, “el cristianismo y el budismo son ante todo religiones personales, con doctrinas místicas y un amor por la contemplación. El islam y el bolchevismo son prácticos, sociales, carentes de espiritualidad y preocupados por conquistar el imperio de este mundo”. De ahí la casi total compatibilidad del cristianismo y el budismo del siglo XXI con las democracias liberales occidentales y la incompatibilidad con ellas de comunismo e islam, doctrinas inamovibles, inflexibles y ancladas en su propia Edad Media cultural. No es casualidad que una abrumadora mayoría de los asesinatos políticos, de las guerras y de los atentados terroristas de los últimos cincuenta años hayan sido llevados a cabo por acólitos de alguna de ambas ideologías, cuando no de ambas a la vez.
Si lo prefieren en boca de Ibn Warraq. “Mientras que el derecho europeo es humano y cambiante, la sharia es divina e inmutable (…) Los principios consagrados en el Corán son antagónicos al progreso moral”. Ver a miles de mujeres abrazando el retroceso moral que supone el hiyab confirma que al verdadero feminismo le queda mucho camino por recorrer todavía hasta deshacerse de esos caballos de Troya que con tanta inocencia ha acogido en su seno.