Estuve casada con un funcionario español de la ONU que cada vez que pasaba por el JFK (vivíamos en Nueva York) le paraban, no nos quedaba muy claro al principio por qué. Me recuerdo con nuestro bebé de meses en brazos aguardando en un rincón a que mi marido le dejaran entrar en el país en el que ha llegado a vivir legalmente un total de dieciséis años. Se dice pronto. Yo en cambio cruzaba siempre como las balas, incluso cuando mi dominio del inglés era, que durante un tiempo lo fue, más de chiste de Gila que de película de Billy Wilder.
Descubrimos al fin que el problema era su apellido: García. Sí, ya sé que no es muy original. Lo mismo debían pensar los burdos sistemas informáticos que rigen en cualquier frontera estadounidense. Basta con que tu name, tu surname o algo tuyo hagan match, coincidan, con el de alguien que haya metido la pata en USA en los últimos cien años para que te pongan en cuarentena y en barbecho. Imagínense la de Garcías que corren por el mundo... Las posibilidades que hay de que cualquiera de ellos esté o haya estado o vaya a estar mañana fuera de la ley... He conocido Garcías que han acabado yendo al registro a soldarse el segundo apellido con un guión al primero, haciendo compuesto lo simple, para encender unas cuantas alarmas menos en inmigración… En el caso de mi cónyuge daba risa ni siquiera planteárselo, tantas veces había llegado a entrar, salir y volver a entrar. ¿Era mucho pedir que a alguien se le ocurriera pegar, no sé, un post-it, diciendo, “este García no, que ya le hemos parado decenas de veces y está limpio”?
Una vez el agente de inmigración del JFK que, sin llegar a pararle a él, mucho nos entretuvo a los dos, se llamaba agente Calvario. Lo leí en la placa que llevaba en el pecho. Era notoria, escandalosa, innegablemente hispano. Y en la mano tenía nuestros pasaportes españoles. Bien, pues no se dignó a pronunciar ni una sola palabra que no fuese en inglés. Ni de mirarnos como si él acabara de bajarse del Mayflower y nosotros de la patera más cercana.
Lo han adivinado, todo este ejercicio de ¿nostalgia? está inspirado por la última ocurrencia ejecutiva de Donald Trump. No soy yo quien tiene que decidir la política migratoria de ningún país. Pero sí creo que me asiste la experiencia suficiente para advertir de que Estados Unidos va camino de convertirse en un inmenso campo de concentración del que puede que acaben queriendo salir, como alma que lleva el diablo, algunos a los que ahora no dejan entrar. Y donde muchos agentes Calvario traten de medrar, o así sea de sobrevivir, haciendo de capos especialmente duros con todo aquello o todo aquel que les recuerde donde nacieron ellos, sus padres o sus abuelos. El abuelo de Trump era alemán y antes de cambiarse el nombre se llamaba Drumpf. Heil, Donald?