El revuelo organizado en torno a los relevos en la cúpula de la Fiscalía no es, aunque pudiera parecerlo a algunos, un asunto menor. Y mucho menos se trata de una simple cuestión jurídica o técnica, como desde instancias afines al Gobierno se trata interesadamente de hacer ver. La acción de la Fiscalía, en los últimos años, ha jugado un papel trascendental en el examen de conciencia colectivo, y la aún incompleta labor de regeneración, a los que se ha visto emplazada de manera ineludible la sociedad española. La dureza de la crisis, con sus recortes y estrecheces, unida a la certidumbre de que demasiadas personas situadas en puestos de responsabilidad pública o privada tuvieron comportamientos irresponsables y delictivos, que amén de su ilicitud e inmoralidad, agravaron de manera sustancial el descalabro, ha situado la acción de la justicia para sancionar y perseguir esos comportamientos en un primer plano, no sólo de la actualidad informativa, sino también de la preocupación social.
El sistema penal español permite, como es bien sabido, la acusación particular y popular, que abren la posibilidad de que la acción para exigir la responsabilidad criminal se plantee al margen de los poderes del Estado. Pero a nadie se le oculta que ese expediente no puede sustituir ni suplir la acción del Ministerio Público, que entre otras funciones tiene encomendada la defensa de la legalidad, y que es el llamado a encabezar, en primera línea, la persecución de aquellos que defraudando el interés común y la confianza de los ciudadanos infligen un daño severo a los derechos de éstos y a los recursos para garantizarlos.
En los últimos años, la acción de la Fiscalía, con sus claroscuros, como los tiene cualquier institución y cualquier actividad humana, ha sabido responder a esa demanda y a esa necesidad pública, de manera en ocasiones ejemplar, impulsando el desmantelamiento y enjuiciamiento de complejas tramas criminales que, amparadas bajo el manto del poder, creían actuar con una impunidad que la actuación del Ministerio Público se ha ocupado de desbaratar. No es necesario recordar casos concretos que están en la mente de todos, pero hemos podido tener a menudo la sensación de que los fiscales actuaban y lo hacían de manera independiente, escrupulosa y profesional, pese a la dependencia jerárquica de un Fiscal General nombrado por el Gobierno. En esa percepción ha influido, y no poco, la personalidad y el desempeño de algún reciente titular de ese cargo.
Sería una pésima noticia que los relevos que en estos días se están produciendo tuvieran como efecto que esa percepción se disipara, o peor aún, se invirtiera y se empezara a temer la impunidad de ciertas conductas. No cabe dudar de antemano de nadie, pero el fiscal, como la mujer del César, tiene que ser y parecer irreprochable. Es demasiado lo que está en juego.