Cuando enseñaba en escuelas de negocios, en una vida anterior, aventuré que en pocos años la tecnología de la información despertaría los genios dormidos de países, grupos e individuos. Anunciaba a mis alumnos, no sin algún efecto teatral, que cargarían todo el día con un teléfono. Reían agitados observando el ladrillo inverosímil que yo lucía. La gente se mofaba entonces, en los restaurantes, en los autobuses, del zapatófono. A los pioneros siempre se nos toma por gilipollas. Y qué.
Seréis más libres de lo que podáis soñar, estaréis mejor informados que Cebrián y Pedro J. juntos, tendréis acceso desde el bar o la cama a bibliotecas alejandrinas; cada uno, remataba tras recordarles la diferencia entre información y conocimiento, aportará y tomará del acervo común. ¡Tendréis acceso a todo! Todo sonaba, claro, demoníaco. Reorientando la clase hacia la materia por la que me pagaban, subrayaba que mi promesa mefistofélica incluía una paleta de infinitos productos y servicios por inventar. Nuevos sectores de actividad, nuevas formas de comprar, nuevas herramientas de gestión. Y nuevos mercados. De forma tangencial, aludía asimismo a la fatal aparición de comunidades virtuales. Hoy se conocen como redes sociales. En esa tangente dormía el verdadero demonio, que no es malvado sino idiota. Todo el día.
Acerté bastante, si me lo permiten. Centenares de ex alumnos darán fe. Pero erré -y cómo- con las comunidades virtuales, con las redes sociales. Las había imaginado especializadas, ofreciendo ágoras a los enfermos de Borges, a los transhumanistas, a los zahoríes. No preví un infierno donde todos habláramos de todo y a la vista de todos durante todo el tiempo. ¡Qué imperdonable exceso de confianza en el ser humano!
Al conocimiento preferimos la patilla, la pátina. Hemos comprobado que, en sociedades donde hay que escolarizarse hasta los dieciséis, la sencilla ortografía castellana escapa al control de la mayor parte de la población. Que, instada a argumentar, una masa enorme preferirá el insulto o el escupitajo. Que, puesta a razonar, la cosa plural exhibe un apego invencible a las falacias groseras. Que la sindéresis ha muerto. Que nos odiamos. Que son legión quienes delatarían en caso de ocupación. Quienes matarían por esa basura de la ideología, que sigue gozando de gran predicamento. A la estulticia, la banalidad y la cobardía, que siempre han existido, las atrae con fuerza inusitada un pajarito piante. Qué poderoso imán de bajeza y cochambre. A estas alturas de nuestro regodeo, he ahí la cara más popular de la revolución tecnológica.