Cualquiera que piense que a los españoles no nos importa la universidad haría bien en acercarse este fin de semana al madrileño recinto de Ifema. En sus pabellones se encontraría con las más de 130.000 personas que asistirán a la nueva convocatoria de Aula, la feria donde universidades y centros ligados a la educación superior exponen su oferta educativa.
No sé cómo se compararán estas cifras con ferias similares en otros países; pero les aseguro que cuando uno se encuentra en su stand observando la marabunta de adolescentes que preguntan, de padres y madres que comparan folletos y de orientadores que piden una silla para poder descansar un par de minutos, la única conclusión a la que llega es que a los españoles nos importa la educación superior. Otra cosa es que canalicemos esa preocupación hacia una mejora eficaz del sistema universitario.
Efectivamente, lo de nuestro país con sus universidades es digno de estudio. No creo que haya un titular más repetido a lo largo de los últimos veinte años que el de: “Ninguna universidad española entre las 100 / 150 / 200 mejores del mundo”. Cada nueva edición de los distintos rankings internacionales trae consigo una tormenta de comentarios críticos en los medios y de diagnósticos de expertos que, al par de días, se desvanecen, como astronautas a quienes se les hubiera cortado la cinta y se alejasen silenciosamente hacia el infinito.
Rasgarse las vestiduras por el posicionamiento internacional de la universidad española supone, en realidad, uno de los grandes rituales de ese pesimismo autocomplaciente que se exhibe mediante expresiones como “este país de pandereta” o “si esto sucediera en un país normal”. Ese discurso pretendidamente crítico que achaca cualquier problema a las carencias ontológicas de la nación española, justificando así la inacción del que habla.
Porque cifrar el problema del sistema universitario en su pésimo rendimiento en los rankings coloca su solución muy lejos del profesor, del estudiante y del administrativo medio; por lógica, un problema de esa envergadura solo se podría resolver con una gran reforma educativa (o mejor aún, con el famoso Pacto de Estado). Y, sin embargo, a la vista está que los pocos puntos brillantes del sistema no han esperado a una gran reforma impuesta desde arriba, ni se han conformado con malvivir dentro del statu quo, sino que se han esforzado por hacer bien las cosas que sí estaban bajo su control.
Pero lo verdaderamente paradójico es que nunca hemos necesitado los rankings para saber qué se puede mejorar en la universidad española. Cualquiera que haya pasado por sus aulas puede enumerar las cosas que hacían bien los buenos profesores y las que hacían mal los malos profesores; como cualquier docente podrá decir las cosas que se están haciendo bien en su departamento, facultad o universidad y las que se están haciendo mal; o cualquiera que ocupe un puesto de gestión podrá identificar -es más, estará encantado de hacerlo- los aspectos mejorables de la legislación educativa.
En las cafeterías de los campus existe un consenso prácticamente búlgaro en cuanto a que preparar bien una asignatura o una buena publicación requiere mucho tiempo, o a que los procesos de selección de profesores no deberían estar condicionados por el amiguismo o el discipulismo, o a que leer en alto diapositivas de PowerPoint durante dos horas no es una forma ideal de ejercer la docencia.
Existe, en fin, una idea bastante definida en cuanto a lo que supone hacer las cosas bien en el ámbito universitario. Y nadie ha necesitado nunca un ranking para ratificarse en ella.