No sé si peco de optimismo o de lo contrario al decirles que no creo que lea nada parecido a Ese mundo desaparecido en mucho tiempo. Pertenece a esa literatura de quilates que muchos llaman novela negra o de gánsteres, como si pretendieran degradarla, pero que algunos simplemente etiquetamos como literatura a secas, como gran literatura a secas, en casos como este. La última creación de Dennis Lehane es simplemente una obra de arte. Crepuscular, directa al mentón, que te deja sin aliento, que te lleva a la lona de forma implacable, sin contemplaciones.

Y si además la sumamos Cualquier otro día y Vivir de noche configuran una trilogía épica -que arranca al finalizar la primera contienda mundial y concluye en medio de la segunda- que nos muestra a cámara lenta pero con una contundencia brutal e inexorable la historia de un mundo que se va desvaneciendo después de cada palabra, frase o diálogo que devoramos, pero que no para de recordarnos que tuvo un nacimiento discreto pero rabioso hasta alcanzar un esplendor fulgurante y apocalíptico. La última entrega de este retablo magno es un dibujo de trazo rotundo, lúcido, brillante y despiadado, poético sin pretenderlo; una narración que se desprende de lo superfluo para centrarse en la esencia, no sólo de la trama sino del propio ser humano cuya alma percibimos entre líneas en cada uno de los personajes, por secundario que sea.

Ese mundo desaparecido (Salamandra) hierve en las manos, se revuelve inquieto al paso de cada página, quisiéramos retenerlo pero se nos escapa, es mucho más fuerte que nosotros, tiene vida propia mientras camina hacia la autodestrucción. Rezuma pasión y maldad, una cierta honestidad incluso, un gran desprecio por la vida salvo por la propia y un amor por las reglas siempre y cuando estas puedan cambiarse al antojo de quienes las imponen.

Dennis Lehane.

Joe Coughlin, que apenas era un niño en Cualquier otro día y que alcanzó la cúspide en Vivir de noche, está ahora retirado de la vida y de la muerte en activo en Florida y sólo se preocupa de su hijo Tomas, de 10 años, un muchacho que jamás dice una mentira; es consigliere del clan Bartolo y conseguidor del resto de la familias que lo ven como un cheque al portador por la cantidad de pasta que les hace ganar. Sin embargo, empieza a ver un pequeño fantasma que le recuerda a alguien que cree reconocer y Theresa del Frisco, una asesina a sueldo que está encarcelada, le dice que alguien ha contratado a un sicario para acabar con él el próximo miércoles de ceniza.

Las palabras de Theresa y ese pequeño fantasma que aparece y desaparece ponen su mundo patas arriba. “Aparte de su vanidad y su arrogancia, y del íntimo convencimiento de no haber conocido a ningún hombre más listo que él, -escribe Lehane en las primeras páginas- Joe Coughlin también se había abierto camino durante treinta y siete años en este planeta gracias a su capacidad para asesinar, robar, mutilar y asaltar”.

Una sombra alargada se cierne sobre este Joe Coughlin, que empieza a mirar atrás con demasiada frecuencia. A recordar su oscura biografía, a repetirse una vez más que su tiempo es de alquiler y que por lo tanto no le pertenece. Acepta sus cargas del pasado pero se engaña pensando que el hecho de arrepentirse de toda la destrucción que ha repartido a lo largo de su vida le redime. Pero nada puede redimirle. No es consciente de todos los miércoles de ceniza que ha repartido hasta que alguien le recuerda que nadie se convierte en alguien como él “por tener el alma sana y el corazón libre de ataduras”, y que, queriendo o sin querer, formaba parte de ese mundo que ahora rechaza porque sus pecados y sus remordimientos se habían multiplicado de un modo tan prodigioso que ya no servía para ninguna otra clase de vida.

A partir de ahí, una trama hipnótica y absorbente, donde todo va desarrollándose con precisión cirujana hasta alcanzar el inesperado pero lógico clímax final; unos diálogos insuperables escritos a navaja donde ni sobra una palabra ni falta un silencio; unos personajes esculpidos como sólo el cincel de Lehane sabe hacerlo y que van deambulando por la historia con una masa corporal que los hace tan reales que casi podrías tocarlos.

Una vez por semana Coughlin se engaña a sí mismo y se recluye en la habitación 107 del motel Sundowner para soñar despierto y reunirse con su amante. Pero sobretodo para intentar que el mundo se detenga, que las manecillas de su tiempo no avancen aunque sepa con certeza que eso no va a ocurrir. Es su pequeña burbuja, su gran mentira.

Ese mundo desaparecido tiene diálogos que se escapan por las costuras del libro: las conversaciones con Theresa del Frisco, con el Rey Lucius, con Ned Lenox, con Montooth; las reuniones en la cocina de Billy Kovich y en el barco del puerto de La Habana; la despedida de Vanessa Belgrave -“¿Por qué brindamos? Por lo que ya ha pasado”- el último intercambio con su amigo Dion, la caminata en busca de la casa amarilla; los tiroteos del barrio negro y de la pastelería… hasta llegar al elegiaco final donde Coughlin se cruza con todos sus muertos que “llenaban la calzada y atestaban las aceras”.

Lehane parece no tener límite. El muchacho que pudo quedarse en un navajero más del barrio bostoniano de Dorchester no para de crecer, de crear mundos paralelos con personajes complejos pero tan reales que espantan. Como lo hacían sus idolatrados Ellroy o Price, como ese fantasma que se parece demasiado a alguien que cree conocer, como ese miércoles de ceniza que le recordaba permanentemente a Coghlin que siempre será prisionero de sus pecados, rehén de sus propias fracturas.