A los problemas estructurales del periodismo -precariedad y censura- se suman Pablo Iglesias y su airada confusión entre el oficio más hermoso y la propaganda más indecorosa, un desorden extendido en Podemos que, en demasiadas ocasiones, degenera en acción directa contra los informadores que no son de su agrado.
Señaló a Ana Romero por su “bonito abrigo de pieles” tras una pregunta incómoda, ridiculizó luego a Álvaro Carvajal sin venir a cuento en el fortín amansado de la Universidad, menospreció más tarde el criterio de Daniel Basteiro en las redes y ahora vuelve por los fueros de los valientes de patio contra la principal asociación de periodistas del país, la APM.
La enganchada ha adquirido categoría institucional y editorial porque hay nada menos que una decena de compañeros lo suficientemente hartos como para pedir amparo ante lo que consideran una sistematizada campaña de acoso, amenazas incluidas. Es decir, no se trata de un incidente aislado ni estamos ante el llanto precipitado de un hiperestésico bajo presión sino ante un estilo político congruente con la reivindicación del personaje de contar con “periodistas militantes”.
El asunto resulta estimulante, más allá de los titulares inflados y los editoriales más o menos admonitorios o quejumbrosos, porque, aunque la capacidad de presión de Iglesias y sus falanges haters es mucho menor que la que pueden ejercer Rajoy, Soraya y sus obedientes anunciadores del poder, a Pablo Iglesias y sus muchachos les sale el Bódalo que llevan dentro. Por eso, en lugar de excusarse y hacer propósito de enmienda, retan a los compañeros acosados a ir a los tribunales -“¡Atrévete, chivato!”- antes de cargar contra la presidenta de la asociación de periodistas, Victoria Prego.
Pero, ¿se equivoca o acierta Pablo Iglesias al emular a Donald Trump frente a la prensa del establishment? ¿Se deja llevar torpemente por la pasión o juega sus bazas con descaro para tomar la calle también en lo que refiere al marco de relaciones entre políticos y periodistas?
Puede que a Pablo Iglesias, político excitable y periodista a tiempo parcial como Lerroux o Mussolini, le resulte imposible diferenciar entre uno y otro ámbitos. Pero, a tenor de los comentarios de los lectores de Público y eldiario.es no parece que sus ataques como estrategia de deslegitimación le pasen factura sino lo contrario.
A los periodistas nos ponen más las iracundias de los políticos que sus halagos: el riesgo es no caer en la tentación de devolverla -siempre la devolvemos- sin venir a cuento, inmerecidamente. Es decir, es estúpido enconar a los cronistas.
El mensaje es tan básico que produciría risa de no dar también pena y un poco de miedo: los periodistas mienten si me critican porque son siervos de la gleba neoliberal, pura máquina del fango. A partir de ahí, el interlocutor queda anulado, el debate monopolizado por el líder y la reflexión lobotomizada a base de consignas.