El abuelo sigue estando ahí. A lo suyo. Su voz rota, triste y amarga, su sello inconfundible de somarda ilustrado que otrora levantara a todo un pueblo, sigue palpitando. No cierra la boca ni muerto. Nos dejó solos en septiembre de 2010, la pasada semana hubiera cumplido 82 tacos, y apropiándonos de sus palabras diré que jamás le tenemos que recordar porque nunca le hemos olvidado. José Antonio Labordeta, aragonés libre, el hombre que hizo de todo y que todo lo hizo bien, sigue siendo en la memoria colectiva aquél bigotón con guitarra que cantara a la libertad y al polvo, la niebla, el viento y el sol de su tierra: un espejo, un referente ético, la conciencia de un pueblo.
Juana de Grandes, su mujer, nos lo trae de vuelta aunque como digo nunca se haya ido. Este lunes se sacó de la manga y de los cajones de la memoria de este aragonés moderadamente triste y absolutamente escéptico cinco cuentos inéditos escritos entre 1961 y 1962, y que verán la luz el próximo 23 de abril, Día de Aragón y del Libro, bajo el título Paisajes queridos.
La estela de su trayectoria no cesa con estos cuentos venidos de los oscuros años del franquismo, años en los que el autor se olvidó hasta de sonreír. Empezó con dos canciones -Aragón y Canto a la libertad- y de ahí al fin del mundo sin salir de la Zaragoza gusanera. Sería injusto, además de falso, tratar de reducir su vida a sólo estas dos canciones, porque él lo ha sido todo en su tierra, una tierra a veces inhóspita con los suyos, como reconocía el propio interesado, donde nunca ha sido fácil destacar y sobrevivir para contarlo. Además de cantautor y escritor, fue profesor de instituto, inventor de periódicos, periodista, articulista, analista político y político en activo; también hizo sus pinitos cinematográficos y fue presentador y conductor de programas de televisión como España en la mochila.
Pero sería asimismo injusto, además de falso, no reconocer que esas dos canciones, esos dos gritos, esos dos lamentos, magnifican, aún más si cabe, la vida y la obra del zaragozano más importante del siglo XX. Siempre formó parte de esa “insólita cofradía de creadores pensativos, rebeldes frente a tanta opresión y tanta mediocridad”, como recordó el catedrático y amigo Eloy Fernández Clemente cuando el cantautor recibió, meses antes de su desaparición, el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza.
En el año 2000 llevó su aura a la Carrera de San Jerónimo. Allí estuvo dos legislaturas y se ganó el respeto y la consideración de casi todos –siempre hubo algunos que nunca le perdonaron no se sabe muy bien qué– pero muy pronto aprendió de primera mano lo que ya intuía, que “la política es una madrastra sin entrañas”. Cae en el grupo Mixto, que, según cuenta en su libro Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados, era el lugar “de los sobrantes, los mitad vaca y mitad cordero y, en las noches de luna, ciudadanos agrestes dispuestos a defender con ahínco lo que siempre creímos que era justo. Casi nunca acertábamos”.
Allí fue un extraterrestre, un bulto sospechoso. Un tipo inquebrantable que no pegaba con el entorno pero que dejó tras él, con sus palabras y también con sus silencios, una estela de grandeza y honestidad. Hoy se hubiera querido bajar, no creía él que la política fuera esto, hoy hubiera sido el santo con dos pistolas.
“Avanzamos -escribió en Banderas rotas, libro de memorias publicado en 2001- dejando en las veredas y en los caminos, en los recuerdos y en las vivencias paisajes y paisanajes que el tiempo destruye, desvirtúa, y con ellos se nos van muchas esperanzas e ilusiones”. Y va un poco más allá en el mismo libro: “Somos una generación complicada, porque, cuando fuimos jóvenes, el poder nos miraba como un peligro y ahora, ya mayores, el poder nos mira como un estorbo y un problema. Creo que lo mejor que podríamos aportar a la sociedad es nuestra paulatina desaparición”.
Su marcha en 2010 no supuso, pese a sus deseos, su paulatina desaparición. Sigue estando ahí. Juana, su compañera de toda la vida, nos dice ahora que el fondo de armario de aquellos años tétricos es muy amplio, que habrá más palabras, que su luz no se apaga. Once meses antes de dejarnos gritó a los cuatro vientos, nada menos que desde la plaza del Pilar de Zaragoza, una frase que le define a fuego: “Somos igual que nuestra tierra: suaves como la arcilla, duros como el roquedal. Hemos atravesado el tiempo dejando en los secanos nuestra lucha total”.
Labordeta no se acaba nunca. Labordeta no calla.