Breve ha sido el viaje de las Lumi Dolls por España. Apenas recién llegadas, les han negado el permiso de trabajo cerrando el burdel de juguete donde se afanaban. La Administración aduce falta de permisos, mientras el casero jura y/o perjura que nadie le informó nunca del negocio que unos avispados emprendedores habían montado en su propia casa: entre 80 y 100 euros la hora por disfrutar de Katy, Niky, Lily o Aki, cuatro barbies de tamaño muy natural, dos europeas y dos asiáticas, concebidas en silicona quirúrgica, con esqueleto articulado y tres orificios de 17 centímetros de profundidad, para darle placer al cliente con la boca, la vagina o el ano. Por cierto, se dice que la única que siempre estaba disponible era Aki, y que a las demás nadie les ha visto el pelo.
Lo de aliviarse con muñecas viene de antiguo. Ya en los años 30, los marineros que emprendían rutas transoceánicas iban pertrechados de rústicas peponas, hechas a mano por sus propias esposas, madres o hermanas, para con ellas templar sus ansias durante los largos meses de soledad, mar brava y arenques ahumados. A estas mujercitas de trapo las llamaban “damas de viaje”, un apodo romántico y tan épico como las travesías de aquellos jóvenes desnutridos de afecto carnal. Nada se ha de objetar contra las distracciones, onanistas o no, de un grumete abandonado a su suerte. ¿Quién, en una solitaria noche de tormenta, no se ha abrazado a un oso de peluche o una mullida almohada, hasta acabar restregándose con él o ella? Bueno, está bien, habrá quien no lo haya hecho.
El problema surge cuando se institucionaliza algo que no debería trascender el ámbito íntimo o privado. En el momento más crudo de la Segunda Guerra Mundial, a Hitler le dio por preocuparse por la salud de sus soldados y decidió sumar al petate una muñeca de plástico galvanizado (¿una "dama de trinchera"?) para evitar así la gonorrea y la sífilis, enemigos que diezmaban sus filas más que las granadas. Contrató a un médico danés, a un escultor, a un especialista en materiales sintéticos, a un peluquero y a un mecánico para crear la muñequita perfecta. Por supuesto, aria. La hicieron a imagen y semejanza de una de las atletas retratadas por Leni Riefenstahl en las Olimpiadas de Berlín y la llamaron Borghild, a mayor gloria de una reina de la mitología nórdica que comparte nombre con unas cortinas de IKEA. Dicen que el proyecto se frustró cuando los bombarderos aliados, puritanos como eran, destruyeron la fábrica que las producía, aunque hay quienes afirman que esta historia es sólo una más de las leyendas que se cuentan a propósito del Führer.
Sea como fuere, las muñecas sexuales prosiguieron su viaje y llegaron a Japón, donde hicieron patria. Dado que en Oriente son animistas, el buen nipón considera absolutamente normal relacionarse con algo inanimado, aunque llegado el caso prefiere una muñeca a una piedra. Eso sí, allí no las llaman Sex Dolls (y mucho menos Lumi Dolls), sino Love Dolls. La diferencia de tratamiento es evidente y significativo: sexo, pero con amor.
Orientales son también los que han inventado una variante de estas muñecas del amor: niñas y niños de tierna silicona, que aparentan edades entre los cuatro y los diez años, dotados también de sus correspondientes orificios corporales. Sus fabricantes dicen que sirven para que se desahoguen todos aquellos que aman a los pequeños y a éstos los dejen en paz. Se venden de tapadillo, pero están prohibidos en Japón y en el mundo entero por considerarse una incitación a la pederastia.
Sin embargo, la venta de muñecas adolescentes con agujeros no se prohíbe. Ni tampoco la apertura de un burdel para tales menesteres. Si lo han cerrado es porque no tienen los permisos. ¿Qué permisos? ¿Hay permiso para prolongar la cosificación de la mujer y sus nefastas consecuencias? Sugiero que sigamos pensando en ello mientras nos abrazamos, como mucho, al peluche o a la almohada.