Somos un país francamente peculiar en muchos aspectos, pero en especial en lo tocante a las políticas culturales. Vale lo dicho para las medidas de fomento de la creación y el consumo de cultura (anémicas), para la protección legal de aquellos que crean o invierten en su producción (exigua) y para la fiscalidad de las actividades culturales (encarnizada). La cultura padece un respaldo público escaso, una indefensión jurídica que ha logrado desvalorizarla y, en los últimos años, un recrudecimiento de la presión impositiva que tiene toda la pinta de un sabotaje.
Ahora parece que el gobierno, que ya no puede aprobar en solitario presupuestos (si pudiera, otro gallo cantaría), se aviene a aliviar el castigo en el tercer aspecto, sin alterar sustancialmente (o nada) la indiferencia que exhibe en los otros dos. Baja así el IVA de ciertas manifestaciones culturales, de ese 21% que compartían con los diamantes y los Ferraris, a un 10% que sigue estando por encima de lo que otros países de nuestro entorno consideran razonable respecto de actividades que crean un patrimonio común y fortalecen la marca del país, y por tanto merecen un apoyo de los poderes públicos. Ese apoyo se traduce no sólo en una fiscalidad contenida, sino en leyes de propiedad intelectual efectivas para la realidad digital en que nos desenvolvemos (y no la broma anacrónica que tenemos aquí) y unas ayudas que se reputan justificadas, dado el carácter estratégico y la inmediata rentabilidad social de la creación cultural.
Aquí, donde tanto dinero público se riega a negocios privados que socializan mucho menos su producto (como la industria de la automoción o la del fútbol profesional, agraciadas ambas con sumas fabulosas que nadie ha llegado a contabilizar debidamente, esto es, agregando lo que reciben de todas las administraciones por todos los conceptos, directos e indirectos), parece que cualquier céntimo allegado como limosna a las industrias culturales es un dispendio intolerable y hasta ominoso, lo que algo dice de nuestro carácter y nuestra visión de futuro.
Y cuando llega la hora de atenuar el maltrato, porque faltan votos para aprobar los presupuestos, se hace con buen cuidado de continuar saboteando a la más aborrecida de las industrias culturales, la cinematográfica, manteniéndole ese 21% que la iguala a cualquier artículo de lujo para ver si es posible dificultar al máximo, por la vía de la imposición indirecta, que lo invertido por quienes hacen películas se recupere. Ello confina al cine que se hace en España en una financiación mínima, mediatizada en gran medida por los propios poderes públicos, de manera que la industria cinematográfica jamás termine de despegar, jamás llegue a tener la capacidad de hacer las películas que podríamos y deberíamos hacer, para proyectar lo que somos como lo hacen los norteamericanos, los franceses o hasta los daneses, en todos los casos con un trato mucho más generoso de sus autoridades, que en vez de freír a impuestos otorgan desgravaciones.
Desgravaciones, ahí es nada. Están locos, estos extranjeros.