Hagamos por un instante el ejercicio de ponernos en la piel de los impulsores del proceso soberanista catalán. Asumamos que su propósito es sincero, y su objetivo, que también reputan el supremo bien para su pueblo, desligarse de ese lastre y de ese foco de despotismo y atraso que ven en España. Disponen de una serie de herramientas útiles, de las que se han servido con donaire: la administración del Estado en Cataluña, una amplia red de medios de comunicación públicos o subvencionados, la gestión de un sistema educativo que también, convenientemente manejado a través de los planes de estudio y otros mecanismos, puede serlo de adoctrinamiento. Todo ello ha ayudado a empujar y sostener el proceso hasta llegar a este punto. Se han organizado acciones multitudinarias, se ha inflado la moral de los partidarios, se ha logrado que casi haga falta un detective para encontrar una bandera de España o simplemente una senyera en multitud de localidades donde la bandera independentista, con su triángulo azul y su estrella blanca, ondea, grande y lustrosa, en el sitio más visible, rotonda a la entrada o similar.
Hasta aquí, todo bien. Pero he aquí que el camino de la promesa se agota y que comienza el del cumplimiento. El de la supuesta desconexión para la que está todo preparado y que se llevará a cabo sí o sí, si hemos de creer la propaganda que el movimiento difunde por sus canales oficiales y oficiosos. Ya no se trata de “decir que” o de “hacer como si”. Llega la hora de ejecutar, conseguir, quebrar, doblegar, culminar, vencer.
O no.
Porque para lo anterior no ha habido apenas obstáculos. Entre otras cosas, los independentistas se benefician de una Constitución española que permite defender democráticamente cualquier idea, incluso contraria a la Constitución. Ahora los escollos se amontonan, y son todos del porte de Escila y Caribdis: primero y no menor, arrastrar a la independencia forzada a los cientos de miles de catalanes que no la quieren (¿puede probarse a discutirles el estatus de “verdaderos catalanes”?); segundo, imponerse a uno de los cuatro grandes Estados de la UE, cuyo peso ha aumentado con la decisión del Reino Unido de abandonarla; y tercero, persuadir a la comunidad internacional de que el pretendido nuevo estado catalán es justo y necesario.
Lo primero se daba por hecho con un referéndum mágico que por ver está que pueda hacerse y que distaría de obrar el efecto de resolver el problema; para lo segundo parecía confiarse en el complejo de culpa del Estado español, que sería el primero en avergonzarse de defenderse a sí mismo; y para lo tercero se apuesta por fotografiarse con quien se deje, que sólo resulta ser un par de congresistas cachondos de farra por Europa.
Ya lo advertía Serrat en aquella canción, Sinceramente tuyo: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.