Recurrir a Jimmy Carter fue un riesgo innecesario. De Carter se espera siempre un sí, incluso a las empresas más disparatadas. El peor presidente que ha tenido Estados Unidos en toda su historia se ha negado a colaborar en la construcción de una república catalana y ha sumido aun mas en el ridículo a sus promotores, especialmente porque a nadie le hubiera extrañado verlo envuelto en la estelada. El error fue pedirle su apoyo porque ya casi lo dábamos por supuesto ¿Ni siquiera Jimmy Carter? ¿A quién les queda por intentar sumar a su causa? ¿A Dennis Rodman? No lo descarten, al fin y al cabo el agusanado alero ya ha mostrado su apoyo a otra estelada y no hay clavo lo suficientemente ardiente como para que no se agarre alguien cuyo gobierno depende de Anna Gabriel y Garganté.
Por ahora todo lo que tienen los arquitectos de la nación es a un Rohrabacher que, tal y como ha contado EL ESPAÑOL, vino a Barcelona más como un turista que como un congresista, uno de tantos visitantes que aterrizan en El Prat para quemar la noche barcelonesa y que terminan ebrios y cautivados por el romanticismo de la causa.
Estas giras evangelizadoras de Puigdemont tienen cada vez menos sentido. El president cruza el Atlántico para reclutar voluntades cuando en Cataluña no hay nadie dispuesto a tributarle a la patria una mísera inhabilitación. Desde el principio supimos que el procés naufragaría cuando llegara el momento de pagar un precio por él, lo que no sabíamos era que el precio sería tan bajo. Todo con lo que se han topado los secesionistas ha sido la flacidez mariana y unos jueces incapaces de apreciar lo que cuesta desafiar al Estado.
La larga marcha comenzó con Artur Mas emulando a Moisés en un mesiánico cartel electoral y ha terminado con la consejera de Gobernación negándose a estampar su firma en el pedido de las urnas de la consulta por la autodeterminación. Se ha vuelto todo tan prosaico que ni siquiera ha servido para que emerja un nacionalismo español reactivo. Hay algo muy hermoso en la ausencia de épica de las democracias, en cómo a la insurgencia le termina brotando su insurgencia y la desobediencia fracasa precisamente por desobediencia. Al final será un pelotón de burócratas -catalanes, por supuesto- el que termine salvando a la nación española.