Por esas cosas de la conciliación familiar, laboral y escolar, me llevé a mi hija Nora, tierna preadolescente, a mi entrevista con Espido Freire publicada el sábado pasado en esta santa cabecera. El siempre fiel lector de EL ESPAÑOL seguro que no se olvida: Espido acaba de publicar una novela sobre Alejandra, la última zarina de todas las Rusias, ejecutada junto con toda su familia, perro incluido, por el emergente poder bolchevique, hace cien años justos.
En casos así mientras yo trabajo mi hija le da a la tablet, aparentemente ajena a lo que yo pregunto y a mí me contestan. Pero las apariencias engañan. Cuando ya abandonábamos el hotel donde tuvo lugar la entrevista, mi hija muy ufana llevando en la mano el libro de Espido, que nos lo acababa de dedicar a las dos, va y se lanza a preguntarme quién es esa tal Alejandra, quiénes los bolcheviques… Por razones de índole familiar la niña conoce bien la existencia de un gran país llamado Rusia. Pero me di cuenta de que no tenía demasiado claro el concepto de la URSS, ni siquiera el de Revolución Rusa.
Camino del metro empecé a explicarle lo mejor que supe. Qué era un zar. El origen y los rudimentos de la doctrina comunista. Cómo esa doctrina adopta carne política y mortal por primera vez en Rusia, dando lugar a una onda expansiva histórica sin precedentes. Cómo y por qué los revolucionarios siempre tratan de rebanar hasta la última testa coronada o coronable, sabedores de que la monarquía rebrota a la más mínima oportunidad dinástica. Las muchas esperanzas desatadas por todo aquello. También la mucha crueldad. Etc. Mi hija se bebía mis palabras, cabeceaba aquí, repreguntaba allá, y estrechaba con ilusión el libro nuevo contra el pecho.
Estábamos aguardando el metro cuando me fijé en una chica joven, no creo que mayor de 20 años, si los tenía, escuchando descaradamente atenta nuestra conversación. Yo pensé que a lo mejor era que el tema le interesaba y no puse pegas. Al fin y al cabo una no es una guía de museo de esas que se enfadan si pones la oreja sin pagar… Sólo era una madre tratando de contestar las cada vez más inteligentes preguntas de su hija. Seguimos departiendo tan a gusto Nora y yo cuando por las buenas nuestra improvisada oyente va y mete baza: “Oye, pero qué pedante, ¿no? Si ella es sólo una cría”. Nos la quedamos mirando ambas dos, mi niña con una enorme O de asombro dibujada en su boquita… “¿Pedante, quién?”, traté de esclarecer. Y ella, mirándome con una saña inescrutable: “Tú”. Y se zambulló de inmediato en el vagón de metro cuyas puertas acababan de abrirse. Huyendo como alma que lleva el diablo de… ¿qué? ¿De que se le pegara algún destello mágico de la curiosidad de una niña?