Mucho se ha escrito sobre la visita de unos legionarios a un centro oncológico donde cantaron El novio de la muerte. Hubo algunos, los de siempre, que salieron aullando: según ellos, a los enfermitos les habría traumatizado la canción de marras. Seguramente ninguno de ellos ha estado nunca acompañando a un niño ingresado.
Hace tres años entrevisté a alguien cuyo hijo tuvo que pasar por un duro proceso hospitalario. Me habló de aquellas jornadas terribles entre análisis, agujas, mascarillas de oxígeno y sábanas blancas. Me habló del raro silencio, quebrado por los pitidos de las máquinas y el chirrido de los carritos de los enfermeros. De la angustia constante. Y también del tamaño del tiempo: los minutos parecen horas, y las horas, días. No hay gran cosa que hacer. En un hospital, especialmente en uno infantil, el aburrimiento es el quinto jinete del apocalipsis.
En esas circunstancias, es bienvenido cualquier elemento que rompa la rutina: un cuentacuentos, un voluntario que sabe hacer magia, o uno de esos payasos aficionados de los que los niños pasarían olímpicamente si estuviesen sanos. Pero un chaval que vive tumbado en una cama necesita desesperadamente que sucedan cosas que le distraigan de su condición de enfermo, y da igual si es un actor disfrazado de médico, un personaje de Barrio Sésamo o un coro militar. A los pacientes de oncología que recibieron la visita de los legionarios les daba igual escuchar El novio de la muerte, La violetera o una de esas absurdas canciones infantiles que hablan de barquitos de cáscara de nuez o de maderos de San Juan, aserrín aserrán.
Me pregunto si los que se quejaron por la presencia de los soldados cantarines en un hospital malagueño se han tomado la molestia de preguntar a los niños, o a sus padres, qué les había parecido la visita. Seguramente no. Están demasiado ocupados haciendo ingeniería social y decidiendo qué es bueno y qué es malo, por eso no se detienen a pensar en lo fundamental: que hay críos (y padres) que pasan muchos días presos en el tedio de una clínica, y que casi cualquier cosa es buena para entretenerlos.
Ojalá ninguno de los que pusieron el grito en el cielo por culpa de un canción tenga que pasar tiempo en un hospital cuidando de un niño enfermo. Así entenderían lo que es esperar que aparezca por la puerta del cuarto de tu hijo cualquiera capaz de arrancarle una sonrisa, aunque sea la mismísima cabra de la legión.