“Progreso es hacer realidad las utopías”, me escribe en una tarjeta Josep Giralt, responsable de comunicación de la Fundación Vicente Ferrer. La frase acompaña a Tierra de Sueños, el libro que recoge las imágenes que Cristina García Rodero, en colaboración con La Caixa, ha realizado en la India en torno a la obra del hombre que caminando debajo de un paraguas hizo de Anantapur un milagro.
Vicente Ferrer, sin duda una de las grandes personalidades del siglo XX, hubiera hecho suya esta dedicatoria de Giralt. Quizá porque su vida y obra siempre han estado mucho más cerca de la utopía que de la realidad; o porque nunca perdió la fe en que al final la providencia le acabaría echando una mano, o simplemente porque sus sueños –sí, como los que ahora ha plasmado el ojo inmaculado de García Rodero– siempre viajaron mucho más allá de toda lógica.
Él apuntaba esos sueños de visionario en una gran libreta apaisada de la que nunca se separaba; unos garabatos que idolatraba con la devoción que sólo puede nacer de la creencia absoluta en lo que se hace; pasaba sus páginas con una lentitud ceremoniosa como si el roce de sus dedos pudieran hacer volar las palabras y con ellas los milagros necesarios; nunca se regodeó por lo ya conquistado pero sí que anhelaba las metas todavía no alcanzadas. A Vicente le gustaba enseñarte su libro de los sueños, te los explicaba y te los justificaba uno por uno y tú tenías la certeza absoluta de que al final, como había sucedido siempre, se convertirían en realidad, uno por uno.
Recuerdo aquella cena en Anantapur con una tortilla de patatas compartida y miles de sueños, milagros y utopías correteando por la mesa. Fue en enero de 2009, cinco meses antes de que él se fuera definitivamente. “¡Queda tanto por hacer!”, reflexionaba en voz alta. Y soñaba con más casas, escuelas, hospitales, trabajo. Y lo decía como si el futuro le perteneciera, como si aún tuviera todo el tiempo del mundo para hacer realidad todos los días el milagro de los panes y los peces. Y aunque es bien cierto que probablemente estuviera pensando en su tierra india, no hay que descartar que en su fuero interno imaginara un mundo sin anantapures, en el que a nadie le faltara ni los panes ni los peces.
Antes, mucho antes de esa noche para el recuerdo, sueños, utopías y milagros se pusieron rápidamente de su parte desde que el 13 de febrero de 1952 atracó en Bombay, de la mano de la Compañía de Jesús. Y se activaron mucho más cuando en 1969 llegó a una provincia perdida del estado de Andhra Pradesh para enfrentarse a la pobreza absoluta, para decirles a los más pobres de entre los pobres que ellos también tenían derecho a vivir y a vivir con dignidad. Lo hicieron –ya se había casado con Anna poco antes de que los jesuitas lo expulsaran del paraíso– desde una casa que les dejó una organización protestante y en la que sólo había un mesa, una silla, una máquina de escribir y una frase estampada en la pared que grabaron a fuego en su memoria: “Espera un milagro”.
Él no esperó, nunca tuvo la paciencia necesaria para esperar sentado, y salió a la caza de ese milagro. Y toda su vida fue así, una búsqueda continua de sueños, milagros y utopías. De todo hubo que echar mano para dar de comer a los que no comían, para dar una casa a los que vivían en chabolas o en la calle, para dar trabajo a quienes no trabajaban, para que los que estaban enfermos pudieran curarse, para que las mujeres dejaran de ser esclavas, para que los más pequeños tuvieran todas las letras para escribir la palabra futuro…
Hay que ver las imágenes de Cristina García Rodero para comprender la profundidad de la obra de Vicente. En ellas está la historia de lo que un hombre es capaz de hacer por otros hombres en un mundo en el que nadie quiere a nadie. En cada uno de estos rostros iluminados está su sello, sus sueños conquistados, sus milagros alcanzados, sus utopías vestidas de realidad, de carne y hueso, de piel, de olores y colores intensos, de ojos oscuros y miradas profundas.
Él ha sido y seguirá siendo para todos ellos como ese saco de arroz que Shirvani –la mujer que aparece en la portada de Tierra de Sueños– lleva en sus manos el día de su boda para ofrecérselo a la familia del novio y simbolizar así que a la nueva familia jamás le faltará comida. Vicente Ferrer es y será por los siglos de los siglos ese gran saco de arroz que siempre alimentará el cuerpo y el espíritu de su gran familia india.
Pd. La exposición Tierra de Sueños se puede ver en CaixaForum de Madrid, en el Paseo del Prado 36, hasta el próximo 28 de mayo.