Empezamos los Cuentos del Callejón, lo que va a ser la Crónica de Indias de esta temporada en Las Ventas, y empezamos mal. Seis de la mañana del Dos de Mayo de Dos Mil Diecisiete, anunciado (por mí misma en EL ESPAÑOL…) como Día D. Con el ojo recién amanecido, pero con la legaña lúcida, leo en la pantalla del móvil un alarmante email de Fernando Sánchez Dragó, nuevo Rasputín de la Corte de los Milagros de Simon Casas: “Oye, que Esperanza Aguirre me ha llamado, dice que no se atreve a venir hoy a los toros como nos había prometido porque… ¡resulta que con la que está cayendo en Madrid se encuentra muy mal, personalmente fatal!”.
Vaya por Dios. La espantada de la expresidenta y extodo nos deja coja la primera pareja de baile de invitados de lujo al Callejón de Las Ventas, que era precisamente de Aguirre con Santiago Abascal… Sí, el de Vox… Conociendo a Dragó y sus cucamonas, me sulfuro: “¡Y tú cómo permites que un invitado se nos caiga del cartel en el último minuto!”. Dragó: “¡Que te digo que Esperanza Aguirre me ha llamado llorando, que no me he visto capaz de presionar…”. Ya.
La empatía es peligrosísima en periodismo. Fíjense en Truman Capote, que, contra lo que su nombre parece indicar, jamás escribió de toros. Ni de la gente que a ellos va. “Bueno, pues hala, Aguirre será la gran Ausente de la Fiesta, como un Primo de Rivera con mechas rubias”, clamo. Antes lo digo y antes me doy cuenta de que es verdad. De que en la política madrileña se ha abierto un gigantesco cráter que amenaza con tragarse Atlántidas enteras.
Esa es por lo menos la ilusión de Santi Abascal, que nos aguarda, él sí que sí, firme a pie de plaza. “Al PP ya sólo lo mantiene unido el poder, cuando pierdan el poder, se disolverán como un azucarillo, como la UCD”, afirma cantarín y sonriente, prendida en la solapa una rosa azul que es el símbolo de los partidarios de Marine Le Pen. Haría juego con una camiseta azul (que no camisa) que Santi también tiene, donde se lee “El sufrimiento es parte de la gloria” aureolando la sufrida faz del Moshe Dayan del toreo, Juan José Padilla. Una (yo) se desespera de entusiasmo: “¡Cómo no traes puesta esa camiseta!”. Y él, medio ruborizándose: “Me ha parecido poco de vestir para el Callejón”… Aplaude con las orejas a su lado un morenazo que recuerda a George Clooney en pleno anuncio de Nespresso y que resulta ser el asistente de Dragó, Javier Redondo Jordán, sólo que maqueado hasta el infinito y más allá.
Primer detalle, y sí, va con bala: mucho Bernabéu, mucho palco, mucho de esto y mucho de lo otro, pero, ¿se han fijado en que la gente, cuando es gente, se arregla para ir a los toros como jamás se arreglaría para ir al fútbol? Cierto que la de ayer era la Corrida Goyesca encima, con desfile de calesas y tarde de puertas abiertas al coso, como hacen una vez al año en el Congreso. Dragó y yo arribamos a la plaza en metro, según yo porque alguien es un roñica, según él, porque intentar llegar a Las Ventas en tarde taurina en coche es como pretender correr la San Silvestre en silla de ruedas. “¿Incluso en jornada de dura competencia con el derby de la Champions?...”, hago sangrecita yo. A Dragó le castiga Dios haciendo que le aborden en el metro ciento y la madre de desconocidos que juran conocerle pero no acordarse de cómo se llama. “Es Eduardo Punset”, soplo confidencial a la oreja de los despistados. Mientras se rascan la cabeza nos apeamos a toda leche.
La plaza, por fin. No triste y sola como se quedaba la Facultad en verano. Pero sí un tanto desguarnecida y hasta huérfana de autoridades (lo más parecido es la cabecita siempre risueña de José María Álvarez del Manzano…) en plena Fiesta de la Comunidad. Entre los disgustos y el fútbol, parece que la Gran Ausente no es la única. En el graderío no político asoman más caras cómplices y conocidas, como la de la marquesa de Vega de Anzo, la torera Cristina Sánchez, la televisiva Francine Gálvez, el siempre fiel y arrebatador Calamaro y hasta, por un momento de vértigo, uno que era clavadito, pero clavadito, a Alec Baldwin, que ya saben que ahora se gasta novia española…
En la arena, los protagonistas del otro derby de la tarde, los dos toreros que se van a disputar la Goyesca mano a mano: Diego Urdiales y Paco Ureña. Asistido por cierto el primero, entre otros, por un banderillero de lujo, Pablo Saugar, el noble representante de la dinastía de los Pirris que sacó de la arena a Víctor Barrio cuando se moría. ¿Se acuerdan de aquel enjambre de pavor? Saugar viene a darnos la mano, que la tiene bien mojada. “De agua, eh”, se excusa. “Y aunque fuese de otra cosa”, se la estrechamos con fuerza.
Nos ha tocado un burladero con enteradillo incorporado a la chepa, que ni queriendo te deja perder detalle de lo malos, incluso “cabrones”, que están saliendo hoy algunos toros. En eso coincide con lo que no muy lejos chillan los del Siete, y hasta con los susurros de sabiduría que Javier Redondo Jordán, que es de Pozoblanco, va vertiendo en las arrobadas orejas vírgenes de Santi Abascal, quien admite haber ido a ver corridas en su pueblo, Amurrio “por militancia, más que por entender”. Es hermosa la inocencia en la plaza. Es dulce romper aguas al saber. “Los cuidadores de los toros en la dehesa los manejan de lejos, mantienen una distancia para no cogerles demasiado cariño”…destila Redondo Jordán, como si rezara. Ay.
“¡¿Cómo vas a comparar lo que hay que tener para ponerse enfrente de un toro o de una pelota?!”, se encorajina Abascal. Por supuesto está el tema del coraje. Pero es que existe también un fuerte desnivel estético. Hace falta mucha ignorancia o mucha mala leche para no querer ver que la Fiesta pica bastante más alto que el fútbol en materia de belleza. Se podrá ser antitaurino pero hay que estar ciego para no ver lo que vieron Picasso y Hemingway. La fascinación anida en cada asombroso detalle minúsculo.
“¡Mira cómo cosen a mano esa muleta rota, que parece que están cosiendo un velo de novia!”. Los preciosos estuches para guardar los capotes primorosamente doblados y planchados, y los estoques saliendo como arcos de violines de sus fundas, las feroces banderillas que al cambiar de mano bruscamente casi se llevan un dedo del que las entrega… Dragó se queja de que los botijos de toda la vida hayan cedido el sitio a, en su opinión, sórdidas botellas de agua mineral. Aún así conmueve el chorrear del agua discretamente, o no tanto, bañada en sangre al limpiar las espadas, las caras, las manos…
Súbitamente cambia el viento de la tarde, coincidiendo con la maldita hora en que tendrán que empezar a irse los primeros desertores camino de la Champions. Justo entonces se arranca Paco Ureña con una faena de gravedad con el sexto, de Victoriano del Río y no muy bien orientado, a juzgar por lo que se oye rugir. Prenden las mechas de un solidario, instintivo dramatismo, coincidiendo con ese delicado instante en que sol y sombra pierden sustancia y sentido. Y el crepúsculo lanza la plaza entera a titilar como un traje de luces gigante. De repente ya no hay pachorra y ya no hay distancia que valga: grada y arena se funden, ruedan juntas por un prado de pañuelos blancos pidiendo la oreja, la oreja, la oreja… Se podía tener la cabeza en otra parte, en otro planeta, pies para que os quiero ver correr detrás de una pelota. Pero el arte se quedó quieto donde estaba.