El Reino Unido ha tenido un solo dictador en su historia moderna: Oliver Cromwell. Para quienes no estén familiarizados con el personaje, este fue un militar del siglo XVII que llegó al poder tras dos guerras civiles, en las que destacó tanto por su habilidad estratégica como por su crueldad. Se estima, por ejemplo, que su campaña contra la resistencia católica en Irlanda provocó la muerte -como mínimo- del 15% de la población total de aquella isla.
Cromwell también fue un fanático religioso, adscrito a un puritanismo que le hacía verse a sí mismo como el brazo armado de la voluntad celestial. A menudo tomaba decisiones atendiendo a presuntas señales divinas, o a su interpretación de pasajes del Antiguo Testamento. Su insistencia en ejecutar al rey, por ejemplo, no era el resultado de convicciones republicanas sino de unas señales que le habría enviado Dios indicando que aquella era su voluntad.
En cualquier caso, una vez consumado el regicidio Cromwell instauró una dictadura militar y religiosa que duró hasta su muerte, y que cuenta entre sus grandes logros la prohibición de celebrar la Navidad por tratarse de una fiesta inmoral. Es decir, un pelín alegre.
Hoy en día existen cuatro estatuas públicas de Oliver Cromwell en Inglaterra, la más famosa de las cuales está colocada delante del Parlamento británico. No es un mero legado del siglo XVII: la estatua se erigió en 1899 a instancias de varios grupos que admiraban el autoritarismo y militarismo del antiguo dictador. En 2004 hubo una propuesta para cambiar la estatua de sitio o incluso destruirla, pero no logró el suficiente apoyo parlamentario.
Así que, a día de hoy, Cromwell sigue delante del mismo Parlamento que en 1653 disolvió a lo Tejero: irrumpiendo en el pleno con cuarenta soldados y gritando que hasta aquí. Una vez pregunté a mis estudiantes de Manchester si esto les molestaba, y me respondieron que les daba exactamente igual.
Viene esto al caso porque el debate acerca de qué hacer con el Valle de los Caídos suele ir acompañado de un argumento tramposo. Se suele decir que “en cualquier país europeo” ya se habría demolido un monumento ligado al bando vencedor de una guerra civil, o que “en ningún lugar de Europa” se permitiría que un antiguo dictador descansara en un lugar así. Y dado que esta sería la norma europea, este tipo de políticas serían un ejemplo de “madurez” o de “normalidad” democráticas, a las que España debería aspirar.
El problema es que, como casi siempre que se recurre a estas expresiones, nos estamos haciendo trampas en el solitario. En primer lugar, presentamos como regla general lo que en realidad son uno o dos casos muy particulares. Al fin y al cabo, lo que se defiende es aplicar en España las políticas de memoria de Alemania, país que precisamente tiene una de las historias menos “normales” de Europa y cuyas políticas podríamos, por tanto, entender en base a esa excepcionalidad. Y en segundo lugar porque, según la lógica de la “madurez”, no habría democracia más anormal e inmadura que la británica. ¿Cómo interpretar si no que la estatua de un golpista asesino lleve cien años plantada en el centro simbólico de su democracia?
Es natural que exista un debate acerca de qué hacer con nuestros monumentos y nuestros lugares de memoria, incluso si en ocasiones viene motivado por razones interesadas -e incluso espurias-. Pero este debate no se puede desarrollar en base a premisas y argumentos tramposos.
Si de verdad queremos mostrar “madurez” o “normalidad”, tendremos que aceptar que existen distintos modelos de políticas de la memoria, y que hay muchas relaciones posibles entre un país democrático y su pasado autoritario. La cuestión no es si Alemania representa la verdadera normalidad o si lo hace Reino Unido, sino a cuál de estos dos países nos gustaría más parecernos, y por qué.
La España de 2017 puede decidirse a seguir el modelo alemán, o el británico, o el que ella misma lleva siguiendo desde hace cuarenta años; pero en ningún caso debería basar la decisión en lo que es “normal”, sino en lo que resulta correcto. Parece mentira que haya que repetirlo a estas alturas, pero la madurez no se alcanza infantilizando el debate.