Lo que se ventila el 21 de mayo en las primarias del que hoy por hoy sigue siendo el primer partido de la oposición es importante para todos los españoles, incluso para quienes no militamos en él y por tanto no estamos llamados a votar. Por eso es natural que prestemos atención a los argumentos de unos y de otros, y tratemos de ver qué alternativa representa cada uno de los candidatos.
Uno esperaría que los comparecientes en ocasión tan señalada, y sus representantes y portavoces, se emplearan a fondo y pusieran lo más alto posible el listón. Pero el ejercicio de escucharlos nos precipita a un estado de abatimiento rayano en la desolación, que por momentos linda con la perplejidad.
No es posible sentir otra cosa cuando en una entrevista televisiva, en horario de gran audiencia, el representante de la candidatura que cuenta con más avales de partida, y que se supone que es uno de sus portavoces más autorizados (a esas cosas no se envía a cualquiera), dice que hay que “conjugar menos el verbo nación y más el verbo ciudadanía”.
Al grave estupor gramatical del espectador se suma de inmediato la percepción de que tras la metedura de pata lo que late es una burda tentativa de descalificar a un contrincante, o a ambos, por la vía de atribuirle un discurso (contra la ciudadanía y por el nacionalismo) que ninguno de los dos ha sostenido en ningún momento.
La afición al razonamiento gráfico, con ribetes pueriles, aparece una y otra vez. Un par de días después, otro representante de la misma candidatura, tras declararse “muy platónico”, esgrime la metáfora, supuestamente formulada por el filósofo ateniense, de que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.
Con semejante inexactitud, aparte de remover allá donde se hallen los huesos de Heráclito de Éfeso, verdadero autor de la imagen, y creador de un corpus filosófico no ya distinto, sino en muchos sentidos opuesto al de Platón, lo que se nos quiere dar a entender es que quien ya perdió unas elecciones (alusión al más avalado de los candidatos contrarios) no puede ganarlas. Aserto cuya falacia y fragilidad acreditan el donaire y el desparpajo con que el dos veces derrotado Mariano Rajoy encadena triunfos electorales, casi sin despeinarse y sin salir de la bidimensionalidad plasmática más de lo estrictamente imprescindible.
El asunto, dejando aparte estos desbarros (y otros que podrían señalarse, la campaña ha sido pródiga en ellos) es que cuesta ver que tengamos un debate a la altura de lo que se está ventilando. Un debate en el que los interesados no sólo dejen de intentar aparentar conocimientos que no tienen (y por tanto de alarmar a la población sobre la cualificación de quienes se postulan para gobernarnos), sino que ofrezcan a propósito de los graves problemas que sufre el país, de su opción y de las otras, algo más que una gavilla apresurada de metáforas baratas.