Que te ocurra Mánchester solo es comparable a que te ocurra París en un café, o Berlín en un mercado; Bruselas en un aeropuerto, Niza en la calle o Londres en un puente. Y si te ocurre cualquiera de ellas, estás muerto. Lo estás si te matan, y lo estás también si no te matan. Solo eran niños, joder. Exclamó alguien.
Los niños deberían estar exentos de toda la maldad que los adultos somos capaces de concebir, de ejecutar, de padecer. Pero no lo están. A veces, como este lunes, ellos son precisamente el objetivo.
Quizá porque los asesinos, que no saben casi nada, sí saben que no somos más que un simulacro sin ellos. Que son lo que más nos duele, lo único que verdaderamente amamos. Lo mejor de nosotros. A veces, lo único bueno.
Georgina y Saffie y todos los demás son nuestro espacio –real, emocional-, más vulnerable. Los que nos hacen existir. Quienes nos estimulan para hacer avanzar, a menudo sin éxito, a nuestra sociedad. La razón, a veces la única, para posponer el más allá y el imperativo encuentro con los dioses, los nuestros o los suyos, o ninguno de ellos.
Estamos en guerra con el Daesh, ese enemigo salvaje atrincherado en Raqqa capaz de extenderse también a las barricadas invisibles que nuestras amables democracias les proporcionan. Unas zanjas protectoras que surgen, involuntarias pero eficaces, de nuestro feliz empecinamiento en defender los derechos humanos de los ciudadanos y sus libertades. Con frecuencia, al mismo tiempo que resguardan nuestra rebeldía frente a los autoritarismos brindan a los asesinos un amparo excesivo, el mismo que les permite provocar tragedias en cualquier lugar, a cualquier hora.
Es difícil vencer a un enemigo que se esconde tan bien. Mucho más lo es si además no le importa morir; o incluso si lo desea, o sabe que ocurrirá de todos modos, y el éxito de su objetivo vital se mide solo por el número de vidas destruidas simultáneamente a la suya.
Que te ocurra Mánchester es como si el Sol, de repente, recorriera los 150 millones de kilómetros que los separa de nosotros y te abrasara la espalda en un nanosegundo, sin variar un ápice su temperatura de 15 millones de grados centígrados.
La estrella rociará nuestro planeta de combustible 7.500 millones de años más. Pero si te ocurre Mánchester, ese último día soleado antes de que estalle como una supernova, antes de que se convierta en una estrella gigante y roja, llegó ya.
Hace 4.650 millones de años que se formó el Sol pero si te sucede Mánchester eso da igual. Eso y todo lo demás. Eso y cualquier otra cosa. Hasta Mánchester da igual si te pasa Mánchester.
Occidente se lame ahora las heridas lo mejor que puede mientras, una vez más, se difumina el efecto de la tragedia absorbido por otros asuntos. La actualidad engulle con ferocidad a la trascendencia. El Papa Francisco regaña a Trump, y este sermonea a sus aliados en la OTAN. El general Isler reconoce que Estados Unidos se equivocó de blanco y mató a más de un centenar de civiles en Mosul -eran familias, no miembros del Daesh, joder-. Y Venezuela se desangra -¿hasta cuándo?- un poco más cada día.
En poco tiempo, la tragedia de los asesinos de niños de Mánchester quedará para los libros de Historia y sobre todo para quienes verdaderamente la han sufrido: los que han perdido la vida, las extremidades o a sus familiares. La inocencia. O todos sus sueños.
Ariana Grande estaba rota, y no tenía palabras. Así debería seguir el mundo entero: desgarrado y sin aliento.