En el concepto de normalidad confluyen lo aritmético y lo reglamentario, de tal modo que no sólo se considera normal cuanto sucede con frecuencia sino lo que sirve o puede servir como pauta o como ejemplo. En el PP esgrimen a conveniencia el uso restringido de la semántica para normalizar lo que viene siendo ordinario entre sus dirigentes y en sus gobiernos.
El problema es que la normalidad así entendida, desde un prisma exclusivamente aritmético, puede convertirse en el camino más corto para presentar como habituales -¿y por qué no como plausibles?- comportamientos y actitudes inusuales por resultar poco ortodoxos, nada estéticos o incluso irregulares.
En España viene siendo normal que el ministro de Justicia, Rafael Catalá, ejerza sin despeinarse y sin la necesidad reglamentaria de someterse a algo así como una cuestión de confianza pese a que ha sido reprobado por el Congreso al que rinde cuentas.
Es normal que el máximo responsable en la persecución del fraude fiscal -entre otras corrupciones-, Manuel Moix, mantenga desde hace cinco años una sociedad en Panamá heredada de su padre, que no era l’avi Florenci Pujol.
Y es “un acto de pura normalidad”, según ha dicho el afectado, que el presidente del Gobierno se vea obligado a declarar en un caso de corrupción en el que se investiga -entre otros delitos normales- la financiación irregular del partido al que pertenece.
Unos y otros casos no guardan más relación entre sí que la normalización de lo insólito como fórmula para castrar todo atisbo de indignación por parte de una ciudadanía domesticada en el aguante y la imperturbabilidad.
Es verdad que la oposición puede reprobar casi a su antojo en el Congreso porque el PP gobierna en minoría, que Rajoy -como Acebes, o Cascos, o Rato- son sólo testigos en esta pieza de la Gürtel, y que -como ha subrayado el fiscal- “es ético que los hijos hereden de los padres”.
Pero mientras a Manuel Moix se le pone cara de José Manuel Soria y Mariano Rajoy prepara su transmutación en una fotografía, esta vez nítida, del daguerrotipo de Felipe González declarando en el Supremo por los GAL, ¿no habría que indagar sobre los límites de la normalización, o sobre las hechuras de la resignación, en esta tierra de conejos muy poco escrupulosos?