Escribe Guerriero en su última columna que siempre es difícil ser feliz. Quizá no sea literalmente siempre. Isabel Allende, por ejemplo, está muy feliz. A los años a los que muchos se van despidiendo de las cosas divertidas de la vida, ella confiesa que se ha enamorado.
Cuando ya has vivido cerca de siete décadas no está claro si es más fácil subir ochomiles, como hace Carlos Soria, o caer en el amor, como la escritora. Pero ninguna de las dos habilidades resulta sencilla.
Es sensato afimar que para escalar el Everest resulta imprescindible congregar una serie de aptitudes. Para enamorarse, probablemente también.
Cualquiera de estas destrezas exige entrega. A la montaña. A la pareja. No hay red, ni tampoco otro camino. El riesgo está ahí: una avalancha, una traición. Pero si te concedes esa renuncia a todo lo demás, y mantienes la entrega, existe una gran posibilidad de recibir una poderosa recompensa. Una cima, tal vez. “Te herirán, pero también crecerás y experimentarás alegría”, asegura Roger Waters, gran defensor de semejante locura. Y yo, ya en tiempos de The dark side of the moon, decidí no discutirle nada al genio de Pink Floyd.
Waters está contento, como Allende, porque por fin ha vuelto a publicar canciones tras 25 años de silencio. Y escribir, dice, es “gratificante, y puede resultar catártico”.
Escribir y amar deben de ser dos claves esenciales para alcanzar la felicidad que tanto anhelamos, esa a la que se refiere Guerriero, y que ágilmente se escabulle cuando, por un instante, le das la espalda.
En eso anda Laura Fernández, que también está feliz: Penguin Random House ha publicado su Connerland, una novela de culto a lo Foster Wallace, ojalá que exenta de cualquier indicio de suicidio potencial. Dice Luis Alemany en El Mundo que la ficción de Fernández se asoma con “el aspecto de una comedia pop”. Qué buena idea –se la voy a copiar-: una comedia pop con forma y usos narrativos.
En el fondo, vivir y escribir es lo mismo. Lo sabe Murakami, y lo cuenta en su De qué hablo cuando hablo de escribir, algo que le cuesta tanto como correr. Pero no le darán –espero- el premio Nobel antes que a Ngũgĩ wa Thiong'o, el gran aspirante de las letras africanas. El exquisito derecho de este último al galardón sueco resulta incuestionable.
Muchos leerán el libro del autor japonés con la misma idea que intentaron descifrar el que hizo sobre correr: para saber cómo se terminan maratones y se sobrevive a carreras ultra. La respuesta, en realidad, no se incluye en la obra; quizá porque resulta demasiado evidente y excesivamente difícil de ejecutar de forma constante y eficaz: se corre corriendo; se escribe escribiendo.
Amancio Ortega no hace ninguna de las dos cosas. El empresario gallego estará estos días menos feliz al constatar que hay quien no entiende ni su grandeza ni su idea de la filantropía. Y es que quizá ya no sepa qué hacer para contentar a los demás: dona 320 millones de euros para adquirir equipos médicos y la mayor federación de usuarios de la sanidad pública pide que no se acepte porque considera que no es necesario “recurrir, aceptar o agradecer la generosidad, el altruismo o la caridad de ninguna persona o entidad”. Asombroso.
A Antonio Banderas le pasó algo que guarda alguna similitud –en realidad no fue tan generoso, pero sí quiso beneficiar a su ciudad- y, al final, abandonó su proyecto cultural en Málaga por el “trato humillante” que aseguró haber recibido. Cuánta ignorancia encontró el actor. Cuánta envidia y desfachatez debe de estar percibiendo el dueño de Inditex.
No son tiempos fáciles. Un día puedes ser un joven con ganas de comerte el mundo anglosajón sobre tu monopatín y, otro, el siguiente, un héroe muerto. Ignacio Echeverría ya no montará más, pero su heroica acción concluida de forma trágica servirá de ejemplo para siempre. El ferrolano entregó la vida, pero antes de hacerlo lanzó con su coraje un mensaje de dignidad al mundo.
Ocurren tragedias mayores, como ésta, y otras menores, que a veces magnificamos. El amor, incluso uno nítido pero sin duda postrero como el que experimenta Allende, ayuda a sobrellevarlas.
Es cierto que es difícil ser feliz siempre. Mucho más cuando el terror se apodera de la calle, y convierte en héroes a los valientes. Menos mal que éstos van al cielo.