España es, por ejemplo, ese lugar donde quienes deciden apropiarse de la creación ajena, copiándola sin autorización y difundiéndola en la red, disponen de todas las ventajas de la ley, que los protege y los ampara al tiempo que impone a los titulares legítimos todas las cargas y penalidades para probar que el acto de copia y distribución vulnera sus derechos. Pueden pasar meses, incluso años, antes de que la administración reaccione para protegerlos. España es, también, ese lugar donde los políticos corruptos, después de haber podido meter a placer la mano en la caja común, gracias a los muy deficientes controles previos que en fechas recientes denunciaban las autoridades europeas, se benefician de una farragosa legislación procesal que encalla las causas judiciales contra ellos en sumarios eternos, que cuando no propician la prescripción de los delitos les ofrecen todas las posibilidades para entorpecer hasta la exasperación la acción de la justicia y en no pocos casos para poner a salvo el botín.
España es, en fin, ese lugar donde a quienes esconden al fisco sus ganancias, procedentes de actividades irregulares o incluso delictivas, la propia administración les ofrece una lavadora exprés que por un precio módico, en teoría el 10 por ciento, pero en la práctica poco más del 3 por ciento de lo ocultado, les pone el marcador a cero y les permite quedar como los listos que son frente a todos los idiotas que no teniendo su patrimonio, ni mucho menos, pagamos religiosamente hasta el cuarenta y muchos por ciento de la renta obtenida con el sudor de la frente.
Regularización tributaria, fue el eufemismo al que recurrió el siempre ocurrente ministro Montoro para suavizar la amnistía pura y dura de 40.000 millones de euros negros como la pez y como el alma de sus detentadores, personas (o lo que fueren) capaces de asistir impasibles a una crisis devastadora en la que a sus conciudadanos se les escatimaba la atención sanitaria, la ayuda a la dependencia o la educación mientras ellos guardaban lo que no era suyo, sino de todos, en espera de esa generosa absolución que el munífico ministro acabó otorgándoles, con lo que de paso les facilitaba apropiarse de lo que era de los demás.
El Tribunal Constitucional, con una sentencia votada por unanimidad, lo ha puesto en su sitio, afeándole no sólo el tosco y antiestético procedimiento del decreto-ley, como pretenden sus esforzados apologetas, sino la inmundicia de aliviar la carga de los deshonestos a costa de los cumplidores, que no es otra la esencia de una medida de esta índole, por más que quien la aprueba se atrinchere tras una empalizada de eufemismos o de cálculos económicos viciados en su misma base: ¿cuántos inspectores podrían ponerse a perseguir el fraude con los 20.000 millones, en números redondos, perdonados a los defraudadores? ¿Qué capital oculto habrían podido aflorar esos inspectores, amén de disuadir a futuros golfos de pegárnosla a todos?
En otro país, un ministro así sería ya historia. En este, que por nuestra mala cabeza hemos convertido en paraíso de los ventajistas, aún pretende ir al parlamento a sacar pecho.