Un hombre no puede explicar a una mujer lo que es ser mujer. Un blanco no puede explicar a un negro lo que es ser negro. Un heterosexual no puede explicar a un gay lo que es ser gay.
La lógica identitaria se basa en esta idea: que la experiencia de un colectivo solo puede ser explicada y definida por gente de ese mismo colectivo. Quienes no pertenezcan a él solo pueden ayudar a darles voz, no imponerles una voz desde fuera. Por esto fue tan curioso el espectáculo que dio esta semana un madrileño que, en nombre de principios identitarios, se puso a explicar a un catalán y a un gallego lo que es ser catalán y gallego.
Sucedió en la moción de censura, cuando Pablo Iglesias explicó a Albert Rivera y a Mariano Rajoy la presunta realidad plurinacional de España; esa realidad según la cual Rivera y Rajoy se equivocan al sentir que España es su nación. En realidad sus naciones serían, según Iglesias, la catalana y la gallega, y si ellos no lo sienten así, pues peor para ellos. Una idea con la que, en principio, estaría de acuerdo otro madrileño –Pedro Sánchez– quien culminará este fin de semana el viraje de su partido hacia las tesis de la plurinacionalidad.
Esto, que casi parece el comienzo de un chiste (un gallego, un catalán y un madrileño entran en el Congreso…), en realidad ilustra lo que hay de imposición en el proyecto plurinacional. No se habla de consultar a los españoles acerca de si se sienten plurinacionales o no, ni de preguntarnos siquiera con qué identidad nacional nos sentimos más identificados. Ni Podemos ni los sanchistas hablan de establecer la plurinacionalidad, sino de reconocerla: cuando Iglesias expuso en 2016 su proyecto de gobierno de coalición con el PSOE, reclamó la creación de un Ministerio de Plurinacionalidad liderado por Xavier Domènech.
La plurinacionalidad sería, por tanto, un hecho, una realidad gestionable aunque nadie la haya proclamado. Su solidez ontológica estaría al nivel de las Rías Bajas o el delta del Ebro, presumiblemente porque, según este esquema, emana de ellas. De quien seguramente no emanaría sería de los ciudadanos, a quienes se les podría imponer un Ministerio de Plurinacionalidad sin que ellos se hayan pronunciado al respecto, e incluso si se muestran contrarios a él.
Lo curioso es que, cuando son preguntados, nuestros plurinacionalistas de izquierdas suelen mostrarse de acuerdo con la tesis de Ernest Gellner, según la cual el nacionalismo no es tanto el proceso que despierta a naciones latentes sino el que crea naciones ahí donde antes no existían. Pero, a pesar de ello, justifican su compromiso plurinacional en base a principios democráticos (no creemos en las naciones, pero somos tan tolerantes que aceptamos que la gente sí lo haga) o en base a una suerte de pragmatismo (no creemos en las naciones, pero la única manera de resolver la tensión con los nacionalismos periféricos es regalarles esa palabra que tanto parece importarles).
Ambas posiciones se deshacen por sí solas, claro. Incluso si aceptásemos que la nacionalidad española es una imposición inaceptable sobre algunos vascos, algunos catalanes o algunos gallegos, ¿cómo iba a ser la solución 'democrática' imponer la nacionalidad catalana, vasca y gallega a aquellos ciudadanos de esas regiones que sí se sienten españoles? Y, en cuanto a las pretensiones pragmáticas, ¿alguien cree que los Tardà de la vida sentirán que su misión ha llegado a su fin cuando Pedro Sánchez les diga que sí, que Cataluña una nación, pero ni soberana ni capaz de crear su propio Estado?
El problema, sin embargo, va más allá de errores e inconsistencias. Las imposiciones suelen ser, paradójicamente, un indicador de debilidad. Y eso es lo que tenemos con nuestros madrileños plurinacionales: dos ejemplos más de la debilidad de una izquierda que, incapaz de convencer a la mayoría de ciudadanos con un proyecto propio, ha tenido que parasitar el proyecto nacionalista para poder oponerse a la derecha. Pablo Iglesias sacaba pecho al término de la moción de censura, declarando que si Podemos y el PSOE votaban junto a Bildu, ERC y la antigua Convergència, si lograban la suficiente coincidencia de intereses con Rufián, Puigdemont y los antiguos batasunos, podrían desalojar al PP del poder. Pero esto no es una señal de fuerza. Es la constatación de su gigantesca debilidad.