Paseando por las calles más céntricas de la capital ya se notan los preparativos para la fiesta del Orgullo Gay, ya se percibe una algarabía colorista que, cuando se publique este artículo, se habrá transformado en el rugido de la marabunta. Dice nuestra alcaldesa que son las fiestas emblemáticas de Madrid, que se espera que lleguen tres millones de personas, que es una inyección económica sin igual. Y tiene toda la razón. Lo que pasa es que yo, si pudiera, si el trabajo no me lo impidiera, emigraría durante estos días tan festivos y emblemáticos a un lugar donde no pasen carrozas, ni gentes corriendo con tacones y banderas irisadas, ni homosexuales (y ya puestos, ni heterosexuales, ni transexuales, ni demisexuales, ni cibersexuales, ni asexuales, ni sapiosexuales ni yo qué sé cuántas tribus sexuales más). Ni patrios ni extranjeros de esos que llegan dispuestos, como tantos turistas ordinarios, a hacer aquí lo que allá está prohibido. Por ejemplo, beber en las calles hasta caer en coma etílico o dejarlo todo más guarro que una pocilga y acabar retozando en su salsa.
Menos mal que, siempre según Manuela Carmena, habrá 600 voluntarios dispuestos a merodear celosamente por la ciudad tratando de poner remedio a lo que no lo tiene. En absoluto soy homófoba; en todo caso, seré misántropa. No soporto a las masas, independientemente de su condición sexual o de su filiación futbolera. La única razón por la que, en realidad, incluso defiendo esta fiesta que tanto me incomoda es conceder el beneficio de la duda al hecho de que esta demostración mundial de orgullo pudiera servir de ayuda a los miles de gays que sufren un acoso legal y moral aterrador en otros países. Dicho lo cual, añado un par de noticias, entre las muchas que se publican cada día, sobre el control que ejercen algunos gobiernos sobre la vida sexual de sus paisanos.
En Malasia se ha puesto en marcha un concurso de vídeos a través de la web del Ministerio de Sanidad, que ofrece hasta mil dólares a los que expliquen cómo vencer las tendencias homosexuales y llevar un vida saludable. Este proyecto didáctico tiene como fin prevenir dichas prácticas y evitar los problemas y las consecuencias que se derivan de ellas, tales como la cárcel, el castigo físico y la exclusión de la sociedad. Lo triste es que tampoco hace falta irse tan lejos para leer noticias de este tipo, pues en Gran Bretaña la candidata liberal demócrata Susan King ha asegurado en plena campaña para las elecciones legislativas que, según un exhaustivo estudio científico realizado a lo largo de varias décadas, “hay millones de hormonas feminizantes en el agua del grifo y eso está cambiando la sexualidad de las personas sin que se den cuenta”. Estas declaraciones se unen a las de Tim Farrow, líder del mismo partido, que considera el sexo gay como un pecado capital. Se ve que lo de liberal-demócratas es una broma.
También hay un país de la península arábiga, ya ni recuerdo cuál ni falta que me hace, en el que han puesto un detector de homosexuales en el aeropuerto. Y otro en el que disparan a las palomas en vuelo porque se les ven los genitales entre las plumas, algo del todo intolerable. Y suma y sigue. Por eso mismo, por tanto dislate monstruoso, si esta celebración que se nos viene encima sirve para apoyar la causa de las libertades sexuales y así, de las libertades civiles, bendita sea la Fiesta del Orgullo. Y que siga, que siga. Mientras, yo combatiré los calores de la juerga y del estío con buenos vasos de “agua hormonada”, a ver si al menos me hago bisexual y disfruto el doble de la vida.