Lo que sabemos de esta foto de la carretera N-236 de Pedrograo Grande, distrito de Leiria, Portugal, perturba cualquier aproximación a la imagen. Sabemos que más de 60 personas murieron al adentrarse con sus coches en el incendio del que huían. Sabemos que familiares de los fallecidos dicen que fue la guardia nacional la que dirigió la caravana a una muerte segura. Y sabemos que quienes se negaron a abandonar sus casas, la mayoría viejos sin más ánimo ni expectativa que la costumbre de su tozudez, salvaron la vida.
Lo que no sabemos es qué habríamos hecho nosotros empujados por el espanto. Debe de ser difícil pensar cuando el fuego asedia y un horizonte de humo y ceniza precipita el ocaso mientras el aire tiembla. ¿Cogeríamos el coche e intentaríamos calmar a nuestra familia a riesgo de caer en el infierno o nos quedaríamos en casa?
Ahora reparemos en la imagen. Un puñado de coches sin lunas ni neumáticos, como tuneados por un monstruo o un demonio, se arraciman varados en una carretera: algunos han chocado contra otros. La vía aparece cortada por un precinto y está circundada por un bosque informe. Los árboles del fondo se confunden con el humo, en los de en medio hay copas verdes, los más próximos parecen sarmientos erizados o raíces vueltas del revés. La gama de grises contrasta con las sábanas blanquísimas que cubren los cadáveres.
El conjunto es aterrador. Recuerda a las fotografías que nos llegan de Alepo o Bagdad y a la escenografía que imaginamos en algunos apocalipsis literarios memorables. En La carretera, de Cormarc McCarthy, un padre y su hijo huyen por un camino tan tenebroso como esta imagen: la novela es mucho mejor que la película de Viggo Mortensen. En Intemperie, de Jesús Carrasco, un niño huye de sus captores con la ayuda de un pastor; una obra soberbia en la que llama la atención la descripción de un paraje montuno que pudiera ser éste. En Soy leyenda, de Richard Matheson, el sobreviviente de un cataclismo vampírico recorre escenarios similares: el filme de Will Smith pasa por alto un punto fuerte de la historia, la relación de amistad que unió en el pasado al protagonista con su perseguidor, Neville.
Hay muchos pasajes de relatos fundamentales de Asimov, Philip K. Dick y Ray Bradbury en los que también intuimos esa atmósfera funesta. Lo terrorífico, sin embargo, es que mientras la ciencia ficción procura una emoción singular, que incluso en la indagación de la soledad y la tristeza -extraordinaria en Bradbury- procura satisfacción, esta fotografía de la N-236 de Portugal sólo nos lleva a preguntarnos por la siniestra levedad de la existencia.