Se asombra y se burla Buñuel en sus memorias de Dalí porque el pintor de Cadaqués despedía a las muchachas que se le colaban en los hoteles de Nueva York sin tocarles un pelo y tras hacerles posar con un huevo estrellado en cada hombro. Se comprende que el cineasta, que tenía un fondo pragmático y rudimentario, consideraba aquello un desperdicio erótico y alimenticio porque en aquellos tiempos violentos nadie -salvo el raro de Dalí- intuía la potencialidad artística y subversiva del huevo.
A Buñuel no se le hubiese ocurrido nunca freír, batir o escalfar yemas para expresar su filiación surrealista, claro. Él era más de salir a la calle con un revólver y disparar a la multitud junto a André Breton. Pero el tiempo y la democracia han acabado dando la razón a Dalí, como prueba esta fotografía tomada el martes por Moeh Atitar en las inmediaciones del Congreso, en plena guerra del taxi.
Esta imagen demuestra que el huevo es el músculo perfecto de las insurrecciones sin sangre. También confirma que toda revolución está destinada a devorar a sus hijos y a sus padres. El surrealismo lo aprendió cuando, tras abrazar el comunismo, el esteticismo onírico que profesaba acaba indefectiblemente convertido en pesadilla bajo el yugo estalinista. Y los jefes de Podemos se descubren víctimas incrédulas de un fatalismo similar cada vez que, por nostalgia de la bullanga, reivindican su pedigrí revolucionario con las actas y los sueldos de diputados en los bolsillos.
No me digan que no es surrealista esta foto. El representante de los taxistas Julio Sanz se acercó a trasladar sus demandas a Pablo Iglesias y ambos fueron fusilados por un huevo disparado por las huestes del taxi. “¡No os merecéis nada, no os merecéis nada!”, fueron las últimas palabras de Sanz antes de continuar estoico con la fotografía.
En la imagen ambos ya se han recompuesto e impostan normalidad, bañados de yema y clara, como hacían las grupis americanas de Dalí. Pero el rictus de Iglesias, que se limpia con una servilleta la deflagración y el disgusto, expresa la misma decepción e impotencia que en el pasado sufrieron sus escrachados.
¿Pensó Pablo Iglesias en Rosa Díez cuando Errejón y sus muchachos le impidieron dar una conferencia en la Facultad de Políticas de Somosaguas? ¿Quizá en Cristina Cifuentes acosada por un indignado furibundo en plena calle? ¿Tal vez en Cayo Lara, escupido y despreciado por los cafres cuando se quiso sacar provecho fotográfico de la resistencia a un desalojo? ¿Justicia poética y proteica entonces?
Se ha especulado mucho sobre quién era el destinatario final del huevazo certero. También con la idea de que el sector del taxi está infestado de quintacolumnistas como Peseto Loco. Pero este tipo de digresiones, a la par ingenuas o reticentes a aceptar las imposiciones de la cruda -nunca mejor dicho- realidad, parecen un pretexto romántico para salvar a la masa enardecida de su naturaleza violenta.
Esto es lo que pasa, en el mejor de los casos, cuando se agita un avispero. Llueven huevos, que un día se convierten en piedras o en plomo, mientras a las víctimas de la multitud empoderada de litrona no les queda más remedio que limpiarse el escarnio y salmodiar aquello de: “¡No merecéis nada, no merecéis nada!”.