Que me perdone en primer lugar la señora taxista que me llevó el otro día y me contó una historia alucinante a la que yo prometí dedicar mi siguiente columna, es decir, esta. La historia tenía que ver con las ratas “como caballos” que esta señora taxista dice que campean cerca de su domicilio (calle Julio Antonio, 18, en Carabanchel) porque por lo que sea allí no limpian ni recogen la basura tan a menudo como en otras latitudes urbanas. “Se lo comenté a un señor concejal que se montó en mi taxi, primero dijo que todo era culpa de Ana Botella y después que era todo mentira; me llamó mentirosa una vez, me lo llamó dos veces, me lo llamó tres…”. No hubo cuarta porque a la tercera ella le hizo bajarse del taxi.
Stop. Me veo incumpliendo mi promesa, o cumpliéndola sólo a medias, porque entre aquel taxi y esta columna se me ha atravesado una vivencia tremenda. Me he leído Patria, de Fernando Aramburu. Historia de dos familias vascas entrelazándose con simetrías trágicas dignas de A sangre fría, de Truman Capote.
Sí, ya sé que esta novela no es de la semana pasada y que hasta la saciedad se ha dicho y se ha escrito que es muy buena. Que es hasta imprescindible. Pero algo me dice que una novela así no se lee todos los días, ni la lee todo el mundo. No a la primera. Yo misma me resistí durante meses, y eso copresentando en la tele un programa de libros. Como encima siempre te están regañando/advirtiendo que no mezcles cultura y política…
Es verdad que a veces la mezcla es letal. Sobre todo cuando la mala cultura a duras penas disimula/encubre una política peor. Pongamos una política como la de aquel concejal de antes, el de todo por el pueblo, pero las ratas del pueblo no las veo… Sucede que a veces hay maneras no ya buenas sino nobles, ennoblecedoras incluso, de escribir hasta la más íntima rendija de lo colectivo. Patria es una cosa así. Brota como una plataforma petrolífera, taladrando negrísimos pozos de sinrazón y de dolor. Todo lo sospechado, temido e intuido todos estos años toma forma y expresión, toma cara y ojos en sus personajes.
Como catalana me ha hecho más daño si cabe porque he reconocido vértigos y latencias, grietas sociales y familiares que en mi tierra no han llegado ni espero que lleguen nunca a esas fallas tectónicas de lo vasco, pero que en espíritu ya están allí. La negación terca del otro. La abdicación de la amistad. La virtud vejada y puesta en fuga, la lejanía cada vez más inalcanzable de lo justo y de lo digno…
Encima cierro el libro a un paso, al filo, de que se cumplan veinte años de lo de Miguel Ángel Blanco. Recuerdo que hace veinte años yo pensaba: ¡Que lo van a matar! ¡Que se van a atrever! ¡Que la muerte es toda mentira, como las ratas de la taxista!
Veinte años después pido perdón y a la vez doy gracias por leer Patria tan tarde y que todavía me deje patridifusa. Que todavía me trastorne así, que todavía me haga llorar a mares. Perdón porque todo lo aprendido en estos veinte años no haya acabado con la espuma más ilusa de humanidad que aún retengo en mí. Perdón y gracias.