El tiempo, siempre a toda prisa, cantó Roger Hodgson en Madrid esta semana al comienzo de su deliciosa y desconocida Lovers in the wind. Se va, sí, para siempre. Cada instante es tan fugaz que ya se ha ido. Solo la memoria puede, de algún modo extraño e impreciso, retenerlo. Los momentos gloriosos, también los trágicos. Algunos expertos consideran que recordamos más, precisamente, aquello que queremos olvidar.
La memoria: tan compleja como nosotros mismos. Almudena Grandes, con astucia y criterio, afirma que la memoria no tiene que ver con el pasado. Es muy posible que sea así, ya que el pasado, con frecuencia, difiere en función de cómo se recuerde, y de quién lo haga. Ya estableció el gran pensador y neurólogo británico Oliver Sacks que "algunos de nuestros recuerdos más preciados pudieron nunca haber ocurrido, o haberle sucedido a otra persona". Sin embargo conviene, con cierta periodicidad, colocar a la memoria sobre la silueta perfecta del pasado, y reflexionar sobre el resultado.
Solo así podemos no olvidar los rasgos de algunos triunfos o de algunos desastres que quizá resulten necesarios para afrontar aquello que, según Grandes, sí está íntimamente relacionado con la memoria: el presente. O, también, para evocar amores dilapidados. O mucho más importante, para no olvidar lo que no se debe olvidar, como a héroes del tamaño de Miguel Ángel Blanco -20 años ya, asombroso-; o a los intelectuales asesinos de las SS quienes, con su título de doctorado colgando en la pared, sin embargo se implicaron con toda contundencia en la aplicación de las peores ideas del nazismo. Y mataron por él.
La memoria, ese elemento mágico que James Joyce decía que es imaginación, no se antoja lo mismo para todo el mundo. Para el académico Miguel Sáenz, ilustre académico y traductor de Faulkner o Brecht, no es otra cosa que "una furcia redomada". Probablemente, a este ecléctico militar experto en derecho aeronáutico y del espacio se le haya rebelado el pasado, o su recuerdo, mientras trabajaba en su sinuosa autobiografía, Territorio.
El músico Bruce Springsteen tiene poco de académico, pero la calidad de su escritura alcanza una grandeza espacial. No solo la de Thunder Road o la de Devils and Dust, también escribe muy bien en el tramo largo, como ha demostrado con su poderosa autobiografía Born to run tras siete años de trabajo. Dotado de una memoria prodigiosa, Springsteen prefiere recordar las cosas como fueron o como firmemente recuerda que fueron, para ser más exactos, aunque el recuerdo restablezca el dolor y aunque la redención de los errores cometidos, muchos de los cuales él mismo subraya, resulte ya imposible. La confesión seguro que, al menos, restituye una cierta aunque amarga satisfacción.
Haruki Murakami construye su memoria de escritor sabiendo exactamente lo que hace. Él no apunta pensamientos o ideas en cuadernos, sino que los anota en el enorme almacén que se halla en su mente; en él, establece distintos compartimentos a los que confiere determinada información; cuando está suficientemente lleno, acude conscientemente a su prodigioso almacén para escribir novelas. Perfecta sincronicidad nipona.
Los días, y sus noches, despegan con atropellada urgencia. Contra la fragilidad a la que nos somete semejante precipitación, no hay nada mejor que revolver el tiempo con el café, como escribió quien posiblemente haya sido el mejor cantautor español, Antonio Vega, en Una décima de segundo.
Menos que eso tarda el tiempo en irse, menos de lo que la memoria tarda en registrarlo. Menos aún de lo que pensó Roger Hodgson, cuando cantó esta semana en Madrid, con ese tono agudo tan singular, y tan dulce, el verso inicial de su portentosa Lovers in the wind.