Me conmovió como pocas noticias lo han hecho la del padre, Pedro, que se mató en el punto kilométrico 13 de la M-512, en Robledo de Chavela, Madrid, un día después de que su hija muriera en un accidente de moto en ese mismo lugar. Quizá pensó que si moría exactamente ahí tal vez descubriría el túnel que le condujera al lugar donde se hallaba Carmen, de 17 años. O quizá, simplemente, no pudo hacer ninguna otra cosa.
En todo caso parece trágico, pero también hermoso, que Pedro quisiera seguir a su hija a través de ese corredor imaginario –¿imaginario?- que había recorrido su hija unas horas antes, aunque ello le exigiera dejar este lado de la existencia. Es verdad que abandonar el mundo, en ese momento, parecía mucho menos doloroso que seguir en él.
A veces el amor hacia un hijo es tan grande que no cabe en este planeta y, si alguien se lo lleva, puede ser mejor –o simplemente ineludible- irse con él. Pedro, de 42 años, colocó una rosa dentro del casco de su hija, lo dejó en el suelo sobre el asfalto y, con su escopeta de caza, se voló la cabeza.
Miguel Blesa, ex presidente de Caja Madrid, prefirió apuntarse en el pecho. Su desesperación no la produjo un accidente, pero también ha debido alcanzar circunstancias cercanas al espanto para que haya optado por matarse.
Es terrible suicidarse; o, más bien, resulta aterrador imaginar que uno se pueda descubrir en una situación personal tan siniestra que le invite a hacerlo. Sin embargo es algo que ocurre con asombrosa frecuencia. En España se suicida una media de más de 10 personas cada día; en 2014 hubo 3.910 suicidios, más del doble de los fallecidos por accidentes de tráfico.
Matarse, de hecho, es la primera causa externa, o no natural, de muerte. El suicidio lleva años incrementando su fatal incidencia en nuestro país, sin que las autoridades –ni tampoco la sociedad- quieran afrontar este problema con la contundencia que merece e intentar disminuirlo, al revés de lo que se ha hecho con las tragedias que provoca la carretera.
Es urgente abordar esta situación, entre otras cosas porque el dramatismo que lo rodea se multiplica exponencialmente al reflexionar sobre los más afectados, los jóvenes. Si para matarse es necesario alcanzar cierto delirio emocional, no cabe duda de que un tratamiento previo que aligere el abatimiento podría proteger a numerosas personas susceptibles de tomar una última decisión repleta de dramatismo.
En tiempos de la Ballena Azul, ese macabro juego digital que acaba incitando, tras 50 retos, al desafío final, el suicidio, resulta imprescindible analizar lo que estamos haciendo todos al respecto de este escenario tan calamitoso. Incluidos los medios de comunicación, que a menudo prefieren no informar sobre estas tragedias al considerar que hacerlo provoca un efecto de contagio.
Blesa acabó con su vida disparándose con una escopeta de caza. Pedro, también. Cada uno de ellos tenía sus razones para hacerlo, seguramente muy diferentes. Pero cada día otras muchas personas, muchos de ellos jóvenes, se matan. Muchas de estas muertes probablemente podrían evitarse si los potenciales suicidas recibieran la ayuda pertinente, y si lo hicieran a tiempo.
Ya poco se puede hacer por la vida de quienes han logrado su triste objetivo, pero se puede hacer mucho al respecto de otros desesperados con tentaciones similares.
Mientras tanto solo se puede esperar que, en el kilómetro 13 de la M-512, ojalá que, al menos, Pedro encontrara ese mágico corredor que conducía hacia su hija.