Al final de Dunkerque, en una brevísima concesión épica tras la angustiosa experiencia a la que la película somete al espectador, se puede reconocer la melodía sobre la que Edward Elgar edificó sus Variaciones Enigma. Hasta entonces la banda sonora es puro cromatismo, una sucesión obsesiva y omnipresente de sonidos que se ensamblan con el zumbido de los aviones, el estallido de las bombas y los disparos. Con el ruido de la guerra, en fin, y casi al compás de las explosiones.
Las Variaciones Enigma es una de las obras más populares de la música británica. Catorce piezas sobre un mismo tema, cada una de los cuales encierra un acertijo. Al leer los títulos de crédito -porque yo soy un espectador de bien, que se queda a leer los títulos de crédito- confirmé mi sospecha. Christopher Nolan incluyó en el paisaje sonoro de Dunkerque una decimoquinta variación enigma para subrayar la secuencia final de exaltación -ma non troppo- patriótica, que habla del regreso al hogar y del sacrificio y que emociona a cualquiera al que le circule sangre por las venas, por más que finja aborrecer estas ideas hoy consideradas tan conservadoras.
La pieza está compuesta por Benjamin Wallfisch y está muy bien. Funciona incluso fuera de la película. Es un Elgar insólito pero reconocible, con un tempo larguísimo y la densa textura a la que el cine habituó a nuestros oídos y que él seguro que consideraría aberrante. Un Elgar 118 años más joven que el que compuso las originales Variaciones Enigma. Esta anacrónica variación decimoquinta se parece especialmente a la número 9, la más conocida, el adagio Nimrod, un retrato musical de Augustus J. Jaeger, íntimo amigo del compositor, y un precioso canto a la amistad. Apréciese la relación entre el título, el cazador maldito de la tradición hebrea, y el significado del apellido Jaeger. He aquí la resolución del enigma.
Tiene mucho sentido que Nolan haya elegido una pieza así para rematar su obra maestra. Elgar es un inglés entrañable y un genio profundamente marcado por la guerra. Su Land of Hope and Glory es un himno oficioso y cualquiera que lo escuche en cualquier lugar del mundo lo identifica inmediatamente con lo británico. Elgar procedía de una familia católica y humilde y alcanzó los más altos honores. Es una especie de héroe popular, como aquellos a los que Nolan rinde homenaje y que cruzaron el canal de la Mancha en sus pesqueros, en sus barcos de recreo, en sus chalupas, en cualquier cosa que flotara como pidió Churchill, para rescatar a uno, dos o tres de sus compatriotas atrapados en la ratonera de Dunkerque.
La película de Nolan es un prodigio, una extenuante prueba física para el espectador y un artefacto cinematográfico complejo y bellísimo. Un cine megalómano, caro, artesanal y de valores completamente desfasados que se resumen en el gesto de aprobación de un padre ante una decisión de su hijo y en un good afternoon. Si la han visto hagan memoria. Si no la han visto, cuando la vean traten de acordarse de esto.
Entiendo que Nolan escandalice a los pretenciosos devoradores de productos culturales. No tiene nada que ver con ellos.