Cuando un niño pregunta sobre el significado de la palabra sexo, los azorados padres suelen balbucear alguna respuesta inadecuada a la lógica y necesaria curiosidad infantil. Lo mismo les ha ocurrido a unos jueces portugueses, que decidieron rebajar a una tercera parte la indemnización solicitada por los abogados de la señora María Morais, víctima de una cirugía que le ha causado una disfunción sexual irreparable. Para los magistrados lusos, el error médico no era tan grave, puesto que la perjudicada ya tenía cincuenta años y dos hijos. A estas alturas, podía darse por satisfecha sexualmente, cerrar el chiringuito y recordar tiempos seguramente mejores. Así es la vida, mondo cane.
Pero la nunca más insatisfecha mujer apeló al Tribunal de Estrasburgo y preguntó a los de la toga: ¿Qué es el sexo? ¿No es acaso uno de los derechos fundamentales del ser humano? ¿Qué habría pasado si la señora María Morais hubiese sido don Mario Morais? ¿Es peor la situación de un hombre con una mutilación genital que la de una mujer en idénticas condiciones? Según la justicia lusa, sí. Según la Corte Europea de Derechos Humanos, no.
Por fin tenemos un precedente que defiende la sexualidad femenina a cualquier edad. El sexo es un derecho para todos y para todas, como dicen ahora los políticos y las políticas cursis. No depende de la juventud, de la fertilidad o de la situación social, laboral y económica del individuo. Es irrelevante que quien lo practique sea activo o pasivo, vote a izquierdas o a derechas, sea heterosexual, homosexual, bisexual, transexual, asexual, fricativo o bilabial, tenga los ojos azules, marrones, amarillos o pertenezca a una u a otra tribu. El sexo termina, si es que termina, cuando ya no apetece. Y punto. Y tampoco hay que dar cuenta de ello a la Corte ni a la Hacienda Pública.
La semana que viene se celebra el Día mundial del orgasmo femenino. Muchos pensarán que es una bobada, pero visto lo visto, me inclino a pensar que no lo es. Aún no. Hay miles de mujeres en el mundo que renuncian a su vida sexual por motivos religiosos o sociales, miles de mujeres en el mundo que sufren ablaciones propiciadas por sus familias y permitidas por quienes las gobiernan, miles de mujeres en el mundo que son violadas y asesinadas. Miles, millones de mujeres maltratadas, a veces hasta la muerte, en nombre del poder de un símbolo fálico que nunca debería entenderse como una vara castigadora, sino como un curioso apéndice espasmódico y contráctil. Poco más. Un rabito feúco y, sin embargo, curiosamente atractivo, a veces travieso. Un juguete erótico inigualable que, llegado el caso, ayuda a engendrar la vida.
Nunca debiera quitarla.