El padre de Màxim Huerta ha fallecido este jueves de alzheimer, una enfermedad que sufría desde hace tiempo. El escritor había explicado los terribles efectos que padecía en una columna en EL ESPAÑOL. Éstas son las últimas palabras de Huerta como homenaje a su progenitor.
Confesé aquí ayer que la vida se había puesto jodida en los últimos meses, y me doy cuenta ahora, con horror, que siempre puede ponerse más. A lo largo de muchos artículos hablaba del alzheimer que estaba destrozando a Maxi Huerta, que así se llama quien me pagó los estudios, firmaba las notas y me subía al simca 1200. Recuerdo que, gracias a la intimidad que da escribir tras la pantalla, hice una columna titulada “papá” en la que hablaba de sus manos torpes y su incipiente ausencia.
Ahora ya no sabría cómo volver a ese día. Ni siquiera a ese artículo.
El otro día, no sé afinar, mi padre dejó de hacer pasatiempos y sopas de letras frente a las películas del oeste que echan en la 13 por las tardes. Olvidó la pastilla sobre la mesa. Volcó el vaso de agua más de una vez. Me preguntó quién era esa perra que jugaba entre sus pies. El otro día fue similar al anterior. Peor. Un bucle de días grises. Como si el tiempo hubiera decidido por su cuenta, ajeno a nuestra agenda y a nuestras posibilidades, mover ficha y cambiar de estación. Miré a los rostros de mis padres y conté hasta cuarenta y seis, la edad que tengo. ¿Tanto tiempo ha pasado? ¿Qué día me compró la bicicleta o aquella enciclopedia de arte de color granate? ¿Cuándo me obligó a cambiar una rueda del coche ante su turbadora presencia? ¿Cuándo empecé a empujar su silla? ¿Ya? ¿En verdad el paso del tiempo es así de atroz? ¿Esto era? ¿Nada más? Había imaginado otra cosa, infeliz.
El otro día, decía. Bien. Mi padre empezó a caminar buscando con la mirada la tierra, demasiado curvado, balbuceaba palabras, se cayó varias veces en el salón, lo recogimos, llegó una infección de sangre, otra, la respiratoria… y el silencio. Calló.
Y los días de verano -este verano de fotos azules en instagram- se volvieron fríos, gélidos en una habitación del hospital de la Marina donde el tedio del pasillo, la espera de la bandeja marrón con las papillas, mi nestea de la máquina del hall, el ruido de ruedas de carritos, de ruedas camillas, de ruedas sillas, de ruedas camas… iban taladrándome la sien como la banda sonora de un final de película no ensayado.
Me quedé mirándole a los ojos vacíos muchas horas y cogiéndole esa mano que antes era fuerte.
El alzheimer es atroz. No me sirve buscar consuelo en otros casos ni en frases bonitas que hablan de la memoria carcomida. Uno se pregunta cómo el panorama puede ser tan veloz, tan deprimente, tan espeso y tan poco generoso con la vida. Mi padre era duro, sí. Como tantos otros.
Respiro para seguir.
Ahora -escribo al salir de la residencia donde duerme- es un hombre débil. Y en este lado del ordenador queda un hijo con ansiedad y un nudo gigante en el pecho. Un hijo que se queda con ganas de saber cuál era su ciudad favorita, dónde querría haber viajado, qué tal eran las fiestas de niño en la posguerra, qué tipo de broca es mejor para la madera y cómo debo cambiar la rueda del landrover. Me deja con una charla a medias. Con una palabra atragantada en la garganta. Con un libro de pasatiempos por rellenar.
Palabra de nueve letras: alzheimer.