Según demostraron los hechos, de manera tan dolorosa como contundente, la mayor amenaza que pesaba sobre los españoles en marzo de 2004 era el terrorismo salafista, vinculado a la organización Al Qaeda, que se las arregló para acabar con la vida de casi dos centenares de personas y herir de diversa consideración a varios centenares más. Como reveló la investigación posterior, y sin perjuicio de la responsabilidad plena sobre los atentados de sus artífices y sus ejecutores, el grado de anticipación de la amenaza, en función de circunstancias que eran o debían ser conocidas (como la existencia de una amplia comunidad musulmana susceptible de radicalización, o el señalamiento que supuso para nuestro país la célebre foto de las Azores), resultó más bien insatisfactorio. La mejor prueba de ello es que los terroristas consiguieron su objetivo, y que en meses y años posteriores se incrementaron de manera exponencial los recursos destinados a controlar y combatir el terrorismo islamista.
Según han demostrado de nuevo los hechos, con amarga dureza, la mayor amenaza que pesaba sobre la sociedad catalana en agosto de 2017 era el terrorismo salafista, aunque en esta ocasión inspirado por el autodenominado Estado Islámico (ISIS o Daesh). Y lo que vamos sabiendo de la investigación de los atentados de Barcelona y Cambrils, sin apuntar tampoco a otro responsable de la masacre que quienes la urdieron y llevaron a término, conduce a una sensación similar de insatisfacción, en cuanto a la capacidad de anticipar el peligro que la actividad de los terroristas representaba para los catalanes. Había múltiples indicios de que la catalana era una sociedad expuesta a un ataque como el que ha acabado sufriendo: son muchos los expertos que vienen advirtiendo, desde hace años, del riesgo inherente a una abundante población musulmana, a primera vista razonablemente integrada y aceptada, pero que en un análisis más profundo no está exenta de los efectos nocivos de la guetificación, el desarraigo y la percepción, sobre todo para las nuevas generaciones, de que sus oportunidades son peores que las de los autóctonos. Lo de menos, aunque ahora se centre en ello el debate de manera oportunista, es si alguien avisó de que podía pasar algo en las Ramblas. Lo importante es que la probabilidad del ataque islamista en Cataluña estaba evaluada y advertida, y así y todo ha sucedido, lo que lleva a preguntarse si no se habría podido (o debido) hacer mejores esfuerzos para evitarlo.
No se trata de encontrar, insistiremos por tercera vez, un culpable alternativo a los únicos que han atropellado, acuchillado y matado gente, que son los terroristas. Ahora bien, al igual que se extrajeron lecciones del 11-M, han de derivarse del 17-A para quienes tienen la responsabilidad de velar por la seguridad de los catalanes. Hoy por hoy, en lo que toca al despliegue policial sobre el terreno (y a la información que ese despliegue proporciona), la Generalitat; pero también el Estado, que tiene el deber de proteger del terrorismo a todos los españoles, entre los que se incluyen (por ahora) los domiciliados en Cataluña.