Las interpretaciones son esclavas de los pasiones, de ahí los juicios bipolares sobre un mismo pronunciamiento. La variedad puede ser simpática o desconcertante, como hemos visto a raíz del bolero de Rajoy, del toque a rebato de Felipe VI y de la arenga de Puigdemont. Sobre el Rey y su adversario -acepción bíblica- hemos asistido a valoraciones antagónicas e irreconciliables.
Para unos el Rey fue oportuno al reivindicarse como símbolo de la unidad de España, certero porque marcó al Gobierno, hábil porque cohesionó a los constitucionalistas y embridó al PSOE, justo porque dio esperanza a los catalanes no nacionalistas, y razonable porque recordó a los independentistas que todas las ideas son defendibles dentro de la ley. Para otros, sin embargo, se extralimitó para hacer de Señor Lobo del PP y actuó con autoritarismo, intransigencia e insensibilidad hacia las víctimas de las cargas policiales.
Como suele, entre ambas posiciones se abre camino hacia la irrelevancia el sentido común.
El caso de Puigdemont es similar. O es un cínico, un fanático, un manipulador y un irresponsable por mentir, por no reparar en el coste de su aventurerismo, por impulsar la independencia apoyándose en una exigua mayoría y por enfrentar a sus vecinos y azuzar escraches en los cuarteles y en las sedes de los partidos rivales. O es un dechado de coherencia, determinación, valentía, compromiso, abnegación, buen talante, respeto, diálogo y cuantas grandilocuencias avituallan la despensa sentimental del secesionismo.
No pretendo ser equidistante: me aplaudo la intervención del Rey frente al abuso secesionista. Pero es interesante observar cómo unas y otras conclusiones también beben del análisis de la escenografía, el atuendo y el lenguaje corporal de sus respectivos ídolos y víctimas.
Los celebradores del Rey han destacado la sobriedad del plano, el traje de civil, los puños al aire, el dedo admonitorio y la barbilla y los ojos adustos, a veces fruncidos. Sus enemigos han establecido curiosas semejanzas entre el Monarca y el retrato a su espalda de Carlos III (menos mal que no iba a caballo).
Los antagonistas de Puigdemont han reseñado su pelazo y su aspecto funcionarial o mortuorio, según el grado de animadversión. Sus aplaudidores, sin embargo, han escrutado la puerta entreabierta del fondo: un signo de transición, de mutación, de cambio, de partida, un guiño tendente a subrayar que se va, o un gesto para expresar que aún hay tiempo para el diálogo, dicen.
La semántica es plato de gusto y depende de si quien interpreta es un poeta del espacio como el incomprensible Bachelard, un terapeuta jungiano, un antropólogo esotérico como Castaneda, un cantamañanas irritante como Paulo Cohelo, o un vidente televisivo como Sandro Rey.
Yo escuchaba al presidente e imaginaba a Artur Mas y a Anna Gabriel, sus concienzudos apuntadores, susurrándole detrás de la puerta, sin más significaciones ulteriores. Devotos y haters disputan la mano que mece la cuna de Cataluña, femoral de España.