Que el Espíritu de Barcelona, en toda su plenitud, colorido y concordia, nos ilumine. El antídoto contra el veneno nacionalista se ha obtenido a partir del patriotismo de unos catalanes que escucharon al Rey y, sin esperar a las decisiones de un gobierno dubitativo, se lanzaron a la calle en cuanto alguien los convocó durante el golpe a cámara lenta. Nunca antes había hablado con tantas voces la Cataluña silenciada, pero la ocasión lo merecía por lo que está en juego: sus libertades, su ciudadanía plena, su derecho a pasear tranquilos, a opinar en público, a que no señalen al niño en el colegio, a que sus maestros activistas no le cuenten odiosas patrañas, a que TV3 deje de burlarse de ella, de sus ideas y sentimientos, a vivir en una sociedad donde la unanimidad deje de considerarse una virtud y se denuncie como lo que es: una peligrosa senda totalitaria.
La Cataluña de la libertad es leal a la democracia española, valora su identidad compleja, sabe que, si las leyes y su jerarquía no valen, a la arbitrariedad seguirá una dictadura supremacista. Aprecia a los servidores públicos que han llegado a Cataluña a restablecer el Estado de derecho, y por eso el domingo dio tantas muestras de agradecimiento a los agentes que una turba comandada por el presidente de la ANC sitió una noche entera en la Consejería de Economía. Esa gratitud ante la Jefatura de Vía Layetana rompe el mito de una policía franquista cuarenta y dos años después de morir Franco y cuarenta después de vivir en democracia.
La Cataluña de la libertad carece del rencor de la otra Cataluña y no destroza los coches policiales del cuerpo que no cumplió su cometido el 1-O porque quiere pensar que el mosso de turno preferiría obedecer las órdenes judiciales aunque ese no sea el caso de sus jefes. La Cataluña de la libertad se autoorganiza de verdad, sin estudiadas performances. No responde a entidades uniformizadoras, no viste la misma camiseta ni se mueve siguiendo una meticulosa coreografía de masas numeradas y alineadas. No dispone de helicópteros ni ve infladas las cifras de asistencia por una poderosa prensa afín que se pasa tres meses calentando el ambiente. A ella no le ponen trenes ni metros ni buses adicionales para facilitarle las cosas, sino todo lo contrario. Y aun así ha sacado a la calle, por fin, el millón de almas que han colocado las cosas en su sitio. Veremos.