Los nacionalistas catalanes llevan años mirando por encima del hombro al resto de españoles. Basta solo con escucharlos para ver con qué autoridad argumentan su mismidad. En algún momento se sintieron superiores; en historia (la nación milenaria), en política (el talante abierto, el oasis frente al estercolero patrio), en economía (la seriedad en el trabajo y los negocios), en educación (los brillantes resultados académicos, incluso en castellano), en cultura (el cosmopolitismo y las vanguardias), en deporte (más que un club) y hasta en el terreno de la moral (la supresión de los toros como paradigma de la aversión al maltrato animal).
Con el tiempo, ese sentimiento de superioridad ha ido calando en la sociedad catalana y tal vez explica un fenómeno aparentemente contradictorio: la adscripción al nacionalismo de muchos emigrados. Cataluña les ofrecía un relato de éxito. Pudiendo elegir ser más progresistas, mejores profesionales y mejores ciudadanos, ¿por qué no dar el paso? Hay quien lo llama complejo de inferioridad.
El nacionalismo, per se, encierra una buena dosis de supremacismo. Los nacionalistas no creen sólo que son diferentes a sus vecinos; si así fuera no sentirían la necesidad de independizarse. El asunto es que se consideran superiores. De ahí que nunca aceptaran el café para todos de la Constitución: ¿a santo de qué los otros van a disfrutar de las mismas prerrogativas que ellos? La igualdad no hace justicia a su condición.
Hay otra característica del nacionalista que lo hace particularmente peligroso: la sensación permanente de estar oprimido, acosado. En Cataluña prolifera hoy la manía persecutoria. El problema es que no es algo impostado: el nacionalista cree a pies juntillas que van a por él. Y como todo el que sufre un brote psicótico, acomoda cualquier acontecimiento a la realidad que ha creado su mente.
Por eso la entrada en prisión de los presidentes de la ANC y de Ómnium les confirma en su verdad del hostigamiento. Pero si les hubieran dejado libres, sería la prueba irrefutable de que el Estado estaría tratando de disimular su estrategia de aniquilación. Por eso, los porrazos de la jornada del referéndum, sin causar una sola víctima mortal (a Dios gracias), equivalen a la peor de las masacres, y sus autores merecen la condena eterna.
El reto en Cataluña no consiste en actuar con prudencia y proporcionalidad, como tantas veces se repite; el desafío es desmontar la desconfianza, las teorías conspirativas, los recelos irracionales, los sentimientos y hasta los presentimientos. Es verdad que eso no se cura con el Código Penal ni con el artículo 155 de la Constitución. Ahora bien, no aplicarlos tampoco aliviará la fiebre.
España no necesita a un registrador de la propiedad en la Moncloa. Hay que poner urgentemente a un psiquiatra.