Hollywood es Babilonia, escribió Kenneth Anger, y más estos días, cuando el caso Weinstein hace temblar los cimientos de la factoría de sueños. Un número indeterminado de mujeres habrían sido objeto de abusos sexuales por parte de un productor todopoderoso que podía fabricar estrellas… o apagar su brillo para siempre. En cuanto el New York Times destapó el asunto, empezaron a alzarse voces para corroborar la historia de Harvey Weinstein, que acosaba a cuanta mujer le hacía tilín. Angelina Jolie, Lupita Ngong, Ashley Judd o Gwynneth Paltrow están en su lista de acosadas. Junto a ellas, 3 mujeres que acusan a Weinstein de violación… Es imposible no preguntarse por qué tantas actrices famosas no alzaron la voz en su momento para denunciar a quien las había intimidado. Si no pensaron que, al tiempo que a ellas – fuertes, triunfadoras, también poderosas – Weinstein hostigaba a chicas indefensas, extras de películas, meritorias de dirección, camareras de los estudios - que no tenían armas para defenderse de un magnate.
¿Por qué callaron quienes callaron? El silencio, evidentemente, es una forma de autoprotección, pero no sé de qué necesita protegerse, por ejemplo, Quentin Tarantino, que confesó estar al tanto de las miserables andanzas de Wenstein. Es interminable la lista de las estrellas que tras haber tenido que parar los pies al productor seguían recordándole en sus discursos de agradecimiento. Mujeres que habían sufrido acoso y tenían que elegir entre contarlo y cortar toda relación con Wenstein - renunciando así a su ayuda para seguir creciendo en Hollywood- o callarse y jugar a que era un tipo genial al que dar las gracias en el discurso del Oscar.
Supongo que esas mujeres, todas bellas, talentosas, jóvenes, con mucho futuro por delante, sopesaban el coste de contar la terrible verdad y se daban cuenta de que era mejor cerrar el pico: habían sobrevivido a la bestia, y ahora tocaba aceptar las ventajas del silencio. Esa omertá vergonzosa que sobrevoló el caso Wenstein es en realidad otra pieza de la eterna historia de los peajes del éxito, y a ella se agarran los indecentes. Lo que ocurrió con Wenstein no es un caso aislado ni una historia de película. Es un capítulo más de un libro cuyos códigos deberían avergonzarnos, porque en el fondo nos remiten a la costumbre medieval del derecho de pernada. Entonces, la doncella que se negaba a ser estrenada por el señor feudal corría el riesgo de ser pasada a cuchillo. La historia ha civilizado las cosas, y el castigo a la mujer que se planta no es la muerte, pero sí la expulsión del olimpo. Al final siempre hay que elegir. Y son muchos los que eligen el silencio.