Que les aterren las urnas de verdad puede sorprender al inadvertido; al fin y al cabo se han llenado la boca de ellas. Pero sus urnas eran de teatrillo. Una rosa es una rosa es una rosa, pero una urna no es una urna no es una urna: cuando un demócrata de verdad dice “urnas” no se refiere a los cubitos de basura chinos o a los tupper gigantes de la emocionada muchachada de los Jordis, siempre al borde del llanto pensando en lo buenos que son. Cuando un hombre cabal pronuncia “urnas” invoca escrupulosas garantías, juntas electorales insobornables, instituciones neutrales, medios públicos pulquérrimos, recuentos sagrados. O sea, la pesadilla del sentimental separata posmoderno, tan dado a las yincanas. ¡Dormiremos en el cole! Déjame que te cuente.
El último tramo de la peripecia nacionalista empieza cuando Mas, que hunde cuanto toca, rey Midas inverso que torna el oro en mierda, le larga a Rajoy el farol del “concierto a la vasca o Estado propio”. El locuaz Margallo, a fuerza de inexplicables dúplex, ha difundido la teoría de que Mas hizo aquello para tapar sus recortes. Quia. Privado del gobierno durante ocho años a pesar de ganar dos elecciones, Mas alcanza el poder en el momento en que la economía se derrumba. Midas. Mantener la extensa red clientelar de su partido de amigos de lo ajeno —apenas contentada por los tripartitos— exigía mucho grifo público. Mas se las prometía felices anunciando cositas inocentes tales como un banco público catalán que, naturalmente, nunca llegó. Habría sido el instrumento del desquite, la nueva fábrica de favores, una orgía financiera. Pero Mas solo encontró telarañas en los cajones y deuda basura. De ahí el farol y todo lo demás.
Les horrorizan las urnas porque, teniendo 62 escaños, al Midas inverso le contó un pajarito que si convocaba elecciones sobrepasaría con holgura la mayoría absoluta del Parlament, situada en 68 escaños. Se cayó a 50, 20 menos de lo que le habían prometido. Tras la yincana del 9-N, el régimen nacionalista, instalado definitivamente en la autocracia, el unanimismo, la tontería y las tesis de Carl Schmitt, se propuso una prueba tremenda. Agárrense. El partido de gobierno, en coalición con el principal partido de la oposición (entonces ERC), más unas excrecencias delincuenciales, sacarían más votos que el resto. Qué machada, ¿eh? Pues ni así.
Iba a ser el plebiscito que abriría las puertas de la independencia, y van y lo pierden. Inmediatamente cambiaron el adjetivo “plebiscitarias” por la matraca del “mandato democrático”. Luego vino el golpe de septiembre. Y ahora el 155. Como fuere, vamos a votar de verdad. Y, como es lógico, se rilan. En sus pesadillas, urnas feroces los devoran.
Algunos me preguntan últimamente: “¿Y si ganan ellos? ¿Y si esta vez sacan más votos los separatistas?”. Me parece un curioso contagio plebiscitario o referendario. Como si esa (remota) posibilidad fuera a alterar la jerarquía normativa, la Constitución y el Estatuto, el Tratado de la Unión, la sujeción de los poderes públicos a las leyes y a los tribunales, la naturaleza del Tribunal Constitucional o las competencias propias de un parlamento autonómico. Un poquito de alerta intelectual, por Dios.