En 1981, el primer año de la presidencia de Reagan, 13.000 controladores aéreos abandonaron sus puestos de trabajo en pleno verano al no llegar a un acuerdo con la FAA, la Administración Federal de Aviación. Los controladores pedían un aumento de sueldo de 10.000 dólares anuales, reducciones de jornada laboral, jubilaciones anticipadas y pensiones más generosas. Unas demandas disparatadas viniendo de un colectivo privilegiado cuyos sueldos podían alcanzar los 50.000 dólares al año (el salario medio estadounidense en 1981 rondaba los 13.000 dólares).
Reagan impuso un plazo de 48 horas para que los controladores volvieran a sus puestos de trabajo. No sólo no lo hicieron, sino que, sintiéndose intocables (a fin de cuentas el tráfico aéreo de la primera potencia mundial dependía por completo de ellos), advirtieron a los pilotos extranjeros que entraban en espacio aéreo estadounidense de que lo hacían “por su cuenta y riesgo”. Una nada sutil amenaza que fácilmente podría haber acabado con cientos de aviones estrellados por todo EE.UU.
A los cinco días de huelga, Reagan despidió de forma fulminante y por carta a los 13.000 controladores, que fueron sustituidos por 3.000 controladores con categoría de supervisor, por 2.000 controladores que no se habían sumado a la huelga y por 900 militares. Se recibieron 25.000 solicitudes de trabajo para ocupar los puestos vacantes y se aceleraron los programas de formación, que dieron salida a 6.500 nuevos controladores en un solo año.
Pero eso no fue todo. El Gobierno americano prohibió que los controladores despedidos fueran contratados de nuevo. El sindicato que había organizado la huelga, el PATCO (Organización de Controladores Profesionales de Tráfico Aéreo) perdió su licencia, fue sancionado con multas millonarias y vio sus fondos bloqueados. Cinco de sus dirigentes fueron encarcelados y diecisiete más fueron arrestados. Desde aquel año, EE.UU. no ha vuelto a sufrir jamás una huelga similar. Los sindicatos laborales, que antes de la era Reagan funcionaban como mafias y gozaban de una impunidad prácticamente ilimitada en sus respectivos reinos de taifas, ya no suponen ninguna amenaza para la estabilidad del país.
La aplastante victoria de Reagan no salió gratis. Miles de vuelos fueron cancelados durante los cinco días de huelga, aproximadamente el 25% del total. 58 torres de control fueron cerradas temporalmente. Las compañías aéreas sufrieron pérdidas de ochenta millones de dólares diarios. Y durante esos cinco días, la incertidumbre fue casi insoportable para un presidente que acababa de estrenar el cargo. Pero Reagan aguantó el tirón y ahora es considerado, tanto por republicanos como por una amplia mayoría de los demócratas, como uno de los tres mejores presidentes de la historia de los EE.UU.
Corren rumores de que el Gobierno de Rajoy teme un movimiento de desobediencia civil masiva en Cataluña durante los próximos meses. Si ese movimiento se llega a dar, cosa que dudo más allá de aspavientos puntuales de los sectores más radicalizados del independentismo, se diluirá como un azucarillo si, y sólo si, el Gobierno aguanta el tirón. Convendría para ello que Mariano Rajoy entendiera la diferencia entre un desobediente civil y un farolero. El desobediente aceptará la posibilidad de perder su trabajo e incluso la de ir a la cárcel por su desobediencia. El farolero huirá a la primera señal de riesgo para su confortable bienestar burgués. Soy catalán, conozco Cataluña y apuesto decididamente por la segunda opción. Pero también sé que Rajoy no es, por desgracia para España y por suerte para el independentismo, Ronald Reagan. Veremos.