Me gusta Isabel Coixet. Me gusta su cine repleto de literatura. Me llenan sus palabras, la musicalidad que desprenden, la poesía que emana de su mirada, la soledad que suele rodear a sus personajes; todas las vidas, reales o imaginarias, que estos viven en busca de razones para seguir adelante, para ser fieles a sí mismos, para no doblegarse ni arrodillarse, para echar mano de un coraje apacible que les permita ser libres en cualquier circunstancia.
En La librería –como antes en Mi vida sin mí y La vida secreta de las palabras– encontramos todo esto. Y encontramos también, lógicamente, libros; libros que manosear y que oler –como hace la protagonista de la película–, que mirar y disfrutar. Libros a los que arrimarse, libros de los que alejarse, libros que descubrir, en cualquier caso; libros, libros, libros… suma de palabras que están ahí, que van y vienen y que acaban confluyendo en unas páginas impresas que nos hacen soñar y vivir aquello que jamás viviremos salvo en la imaginación de algunos escritores que gozan del don de la magia. Palabras que están al alcance de cualquiera pero que únicamente unos pocos consiguen llevarlas al clímax que separa lo excelso de lo vulgar.
Coixet, además, utiliza la cámara con la misma sensibilidad que el gran escritor utiliza su pluma, máquina de escribir u ordenador. En La librería, se recrea en las palabras que no se dicen, en las miradas perdidas que no necesitan ningún diálogo, en los sueños que nunca se cumplirán, en ese pelo que el aire enloquece, en esos balbuceos que no se atreven a salir, en esas manos que se encuentran, en ese pañuelo que sobresale de un bolsillo inerte.
Es la historia más vieja del mundo. La lucha desigual entre el poder y la razón. Una viuda, Florence, abre una librería en un lugar costero de Inglaterra –Suffolk en la novela de Penelope Fitzgerald– donde hasta entonces casi no habían llegado ni los libros. Si embargo, la aristócrata del lugar, Violet, tiene otros planes para el local que acoge dicha librería y empieza a torpedear el negocio con la ayuda de todas las fuerzas vivas del pueblo, que como es natural se posicionan del lado del más fuerte. Además, la llegada de Lolita, de Nabokov, al escaparate de la librería genera no poca controversia. Del lado de Florence sólo están un viejo misántropo que lleva casi 50 años sin relacionarse con nadie –el señor Brundish, otro náufrago como la bondadosa librera– y una pequeña de 10 años –Kattie– que reconoce que no le interesan los libros pero que acabará haciéndole justicia a la buena de Florence.
Coixet hace de todo esto un poema visual que se lee como si fuera un libro, una fusión perfecta de literatura y cine, o viceversa. Un homenaje a la lectura, a las historias que habitan las páginas de cualquier libro y de las librerías que acogen en sus estanterías a todos ellos. Un homenaje a tanta santa locura y sabiduría, tanto talento y entretenimiento, tanto sueño del que nunca realmente queremos despertar aunque hayamos llegado a la palabra FIN.
Me gustan los libros que se pueden acariciar y me gustan las librerías que huelen y saben como olían y sabían antes. Esas librerías donde se aprecian el papel y la tinta, que te imponen un respeto reverencial cuando atraviesas sus puertas y te transportan, como por sortilegio, a universos imaginarios rebosantes de miles de palabras que te hacen creer que formas parte de algo único.
De mayor me gustaría tener una librería como la de Florence. Pero como es seguro que no lo podré conseguir, me conformo con leer y releer esos libros de libros y librerías que, al menos ilusoriamente, me hacen sentir idéntica emoción a la que siente esta protagonista cuando abre cada pedido y pasa sus manos, con mimo y delicadeza, con una cierta liturgia, incluso, sobre cada uno de los libros que llegan a su pequeña fábrica de sueños.
Recuerdo, entre otros muchos títulos, La librería ambulante y La librería encantada, de Christopher Morley, que nos cuenta la vida de Roger Mifflin y Helen McGill, primero recorriendo campos y pueblos de Estados Unidos con un carro tirado por un caballo y repleto de libros, y después ya instalados en su librería de Brooklyn; 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff, que también fue llevado al cine y que narra la correspondencia entre la autora del libro y un librero londinense; Firmin, de Dan Savage, que narra las aventuras de un roedor en el sótano de una librería bostoniana de los años 60; o la imprescindible En compañía de genios, de Frances Steloff, las memorias literarias de esta librera de Nueva York que puso en marcha la Gottham Book Mart y que la dirigió hasta su muerte en 1989, dos años después de haber cumplido los 100 años.
Libros que, como La librería de Fitzgerald y Coixet, nos permiten mantener viva en nuestra imaginación la existencia de estas bibliotecas de las mil y una noches. Paredes cargadas de historias que poco a poco van desvaneciéndose con la misma rapidez que esas palabras que se evaporan de un libro instantes después de haber sido leídas.