La muerte de Chiquito de la Calzada ha desatado elegías tan desaforadas como probatorias de que el enterramiento sigue siendo un deporte nacional. Una competición en la que gana quien, en la celebración del difunto, con más ahínco aplaude la desmesura de sus virtudes, aun a riesgo de salpicar la memoria del finado haciendo de plañidera.
A don Gregorio Esteban Sánchez -que así se llamaba Chiquito- se le ha ensalzado como “creador del lenguaje” y se le ha venerado como “referente” y como “imprescindible”. Su talento se ha comparado sin rubor con el de los Hermanos Marx y con el de Laurel y Hardy. Y se le ha endosado la dudosa gloria de haber sido el “inventor del chiste faulkneriano”, signifique esto último lo que signifique y pese a la osadía de unir en un mismo concepto a William Faulkner y a lo humorístico-chistoso.
Como es raudo el tránsito de lo solemne a lo grotesco, las exequias no han tardado en sustanciarse en iniciativas y propuestas excitantes. Una empresa de fiambres -con perdón- ha pedido a Felipe VI que lo nombre Conde Mor, en alusión a uno de los hallazgos guturales del artista más imitados en los salvajes 90. Y el alcalde de San Pedro de Mor, en Lugo, se ha sumado gustoso a la iniciativa nobiliaria, con foto incluida junto al cartelito de entrada al municipio.
En definitiva, tantos han sido los requerimientos al Gobierno que el ministro Íñigo Méndez de Vigo ha completado el panegírico otorgándole la Medalla de Oro de las Bellas Artes después de muerto, como si no hubiese tenido tiempo de hacerlo cuando aún vivía, y se ha referido al fallecido como “el andaluz que todos llevamos dentro”.
Las exequias han sido tan arrolladoras que quienes nunca entendimos su humor, ni encontramos gracia alguna en sus saltitos, interjecciones y palabrejas; quienes no nos reímos con las películas de Brácula y Condemor, el Pecador de la Pradera, ni jamás vimos en su éxito otro arcano que el estomagante regodeo de sus imitadores -en su mayoría beodos a los postres- no hemos podido sino sentirnos culpables de nuestra insensibilidad.
A los autores de la exaltación de Chiquito, muchos colegas admirables, puede asistirles el vicio mitómano y la humana querencia de honrar a los muertos a costa incluso de la propia credibilidad. Pero quizá hay que preguntarse hasta qué punto se confunde el sentimiento de piedad con el reconocimiento de las cualidades artístico-humorísticas de don Gregorio.
Es decir, habría que discernir si la historia redimida en el chiste del niño y muchacho de posguerra que se buscó la vida al solaz del vino y las celebraciones de los señoritos no se ha impuesto a la justa ponderación de sus virtudes como cómico.
Chiquito de la Calzada tuvo la vida trágica que todos admiramos en los otros. Pero convertirlo en genio, colmarlo de títulos y honores postreros, embutirlo de premios y condecoraciones sin brida, o despedirlo como académico de la lengua es sólo un modo tristísimo de confirmar que en este vitriólico y absurdo país quizá no haya nada más productivo que morirse; y si es posible después de haber sufrido lo indecible, depresivo y olvidado. Y eso, descanse en paz Chiquito, no sé si a ustedes les hace puñetera gracia.