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Esta imagen anónima ha prendido las redes al calor de las movilizaciones contra la manada. Resulta cómodo empatizar con esas protestas a las puertas del juzgado en las que una multitud de mujeres y hombres de bien se desgañita para exigir la máxima pena posible para los cinco acusados de violar a una adolescente en Sanfermines. Y resulta emocionalmente tonificante dejar de lado la moral y la lógica elementales y anhelar una antorcha, o una acacia enorme de ramas firmes como traviesas, en lugar de un juicio justo con respeto a la presunción de inocencia.
A esa exaltación de los instintos primarios, a esa involución civilizatoria, ha contribuido la torpeza de la defensa, que en su estrategia de probar que estamos ante un caso de relaciones consentidas recurrió a una detective para, en atención a un silogismo profundamente arcaico y machista, sostener que la vida “normal” de la víctima es incompatible con su mancillación: ya saben, la expiación del dolor mediante el luto ante el vecindario.
El problema es que, incluso a quienes -ante algún contencioso- en nuestro fuero interno hemos acariciado la tentación de preferir un cuarto oscuro y sin testigos a un juicio luminoso, imágenes como la de arriba no dejan de perturbarnos.
Inspirado quizá por eslóganes a medio camino entre el espíritu solidario y el ánimo justiciero -“¡Nosotras somos la manada!”, “¡Si tocan a una nos tocan a todas!”-, alguien convirtió un puente en el barrio pamplonica de San Juan en el escenario de un siniestro happening:
Cinco monigotes vestidos de blanco, bajo un cartel con las fotografías de los cinco acusados y la palabra “Justizia”, fueron colgados el pasado miércoles. La mala calidad de la imagen, la oscuridad de la noche salpicada por los faros de los coches y las luces amarillas y blancas de las calles y edificios subrayan el aspecto tétrico de los muñecos ahorcados. No resulta difícil imaginar la impresión que se llevarían los conductores que pasaran bajo ese imaginario patíbulo.
En 1940 la inolvidable Billie Holliday versionó un bellísimo poema de Lewis Allen y alumbró la mítica Strangers fruits. Muy pronto, aquella canción, los árboles sureños cargan extraños frutos, se convirtió en un himno contra el supremacismo blanco y la impunidad en los juicios por linchamiento de negros.
Puede parecer atrevido comparar la denuncia implícita en una canción concebida por y para las víctimas de la injusticia racista con una performance diseñada contra los presuntos victimarios de un delito atroz. Pero sucedió algo en la atormentada y fecunda vida de Eleanora Fagan Gough -que así se llamaba Billie Holliday- que, en cierto modo, da pábulo al paralelismo.
Hija no deseada, fregona negra de Harlem, prostituta adolescente, presa reincidente, heroinómana… entre todas las desgracias que asolaron la atormentada y excelsa vida de Billie Holliday, ningún horror la persiguió más que su violación a manos de un desalmado cuando tan sólo contaba diez años. Lo contó ella misma en sus imprescindibles y bellísimas memorias, Ladys sings the blues. La buena de Nora, a quien cada vez que interpretaba Stranger fruits, un calambrazo de miedo le hacía estremecer hasta el vómito.