Hemos pasado toda la semana hablando del Tesoro de Sijena. Cuarenta y cuatro piezas de valor irregular, datadas entre los siglos XV y XVIII, ocuparon portadas, titulares, minutos de informativo, tuits y conversaciones en la barra del bar, que siguen siendo el mejor termómetro de las cosas que importan.
De pronto a todo el mundo le interesaba el arte sacro, todos éramos expertos en catalogación de retablos y sensibles ante la belleza de una caja mortuoria policromada.
A la puerta del museo de Lérida bramaban contra una decisión judicial gentes que confesaron que jamás hasta entonces habían visitado la institución ni tenían maldita idea de cómo eran los bienes motivos de litigio. Y mientras tanto, venga y venga, las tertulias de la radio y de la tele daban vueltas en círculo sobre el asunto de marras.
Me pregunto cuánto tardarán las aguas en volver a su cauce, es decir, cuándo los temas de cultura se verán de nuevo miserablemente relegados a las colas de los informativos y a las páginas menos visibles del periódico, se ausentarán de las tertulias y las charlas de ascensor y la información cultural en la televisión pública se dedicará a un queso gigante o al tipo que se lo comió de una sentada.
Me pregunto cuánto tardarán las aguas en volver a su cauce, es decir, cuándo los temas de cultura se verán de nuevo miserablemente relegados
España es uno los países del mundo con mayor riqueza patrimonial. Sólo Italia nos supera. Pero no hacemos puñetero caso a nuestras iglesias, nuestros capiteles, nuestras tallas románicas, nuestras ojivas, arquivoltas, gárgolas y casetones, nuestras vidrieras góticas, las espadañas austeras, las piedras legadas de Roma, las obras maestras de la imaginería, los tapices renacentistas, las alfombras de trescientos años, hasta que se convierten en arma política. Y entonces, ábrete sésamo, vengan días y caigan panes y ármese el follón por lo que hasta entonces ni siquiera sabíamos dónde estaba.
No sé si algún día aprenderemos a presumir de lo que es nuestro cuando hay que hacerlo. Si se nos dará mejor el ejercicio de mirar con orgullo tantas cosas hermosas como nos ha regalado la historia. Con orgullo y sin rabia. El otro día murió Johnny Halliday y en Francia le enterraron con honores de jefe de estado. Nuestro Goytisolo –que era gruñón y malencarado y borde, pero no era menos genial que Johnny Hallyday– recibió sepultura en un humilde cementerio de Marruecos lejos de honras oficiales. Por favor, no esperemos al próximo escándalo para hacer hueco en nuestra vida al inmenso legado cultural que nos pertenece a todos.