Lo habrán leído por ahí. Anna Muzychuk, doble campeona mundial de ajedrez, ha renunciado a defender sus títulos en el Campeonato del Mundo que se celebra en Arabia Saudí para no sentirse “una criatura de segunda”. Y eso a pesar de que la organización ha decidido, magnánima ella, no imponer a las jugadoras el uso del uniforme de esclava típico de la región.
Tampoco participarán en el torneo los jugadores israelíes, a los que Arabia Saudí ha negado el visado, aunque sí Grandes Maestros como Magnus Carlsen, Sergey Karjakin o Vassily Ivanchuk, que acarrean la visa vitalicia entre las piernas y en forma de badajo no circuncidado.
Llevaría mejor nuestra incapacidad para reconocer a los verdaderos héroes si esta no llevara aparejada la adjudicación de la etiqueta de “luchador social” a los más distinguidos vividores del cuento victimista. Y mira que resulta fácil distinguir a un valiente de un cobarde. Anna Muzychuk ha puesto la carne en el asador renunciando a los dos millones de dólares de la bolsa de premios del campeonato saudita. Los ventajistas, y no seré yo el que cite a Évole, Colau o el multimillonario comunista Jaume Roures, se limitan a declamar entre teatrales aspavientos su solidaridad con los humillados del mundo entero mientras sus cuentas corrientes acumulan tocino como si el mundo se acabara mañana.
Viene esto a cuento porque el jueves de la semana pasada, una mujer joven, ajena a la política hasta hace apenas unos años, ganó por primera vez en cuarenta años de democracia las elecciones al nacionalismo en Cataluña. Es decir a la ultraderecha etnicista catalana.
Lo hizo después de una campaña machista en la que la llamaron puta, facha, franquista, colona, ignorante, palurda, nazi y charnega. En la que tuvo que batallar en esos campos de nabos llamados debates electorales contra los líderes de seis partidos más, todos ellos hombres. Algunos de ellos presuntos delincuentes a la espera de juicio por graves delitos. Otros, miembros de listas en las que también figuran terroristas y simpatizantes de ETA.
Con la prensa, la radio y las televisiones locales, quebradas pero subvencionadas hasta las trancas por la casta burguesa de derechas que gobierna la región desde 1980, en su contra. Amenazada en la calle y en los medios y teniendo que salir a la calle escoltada, a diferencia de los políticos nacionalistas que la insultan a diario. Viendo cómo se acosaba a sus seguidores y se atacaban sus sedes ante la pasividad de la policía local.
Esta mujer ganó en las diez principales ciudades catalanas, en los barrios obreros de Barcelona y también en los más ricos, en los principales centros industriales catalanes y en las comarcas más productivas y dinámicas de la región. La votaron pobres y ricos, catalanes de ocho apellidos y catalanes sin denominación de origen. Ganó en votos y escaños.
A esta mujer no se le permitirá gobernar porque perdió en las comarcas catalanas menos productivas, las más conservadoras, etnicistas, xenófobas y beatas, las que reciben de Barcelona mucho más de lo que aportan, las más subvencionadas por esa Europa a la que aborrecen. Son esas comarcas que desprecian a los barceloneses de los que viven directa (vía turismo) e indirectamente (vía impuestos) llamándoles camacos, pixapins y canfangas. Y todo ello gracias a una ley electoral que privilegia al votante rural en detrimento del urbano.
Desde su victoria no se le ha oído una tos al feminismo. Ese que, sin haber demostrado destreza alguna con la cabeza y el teclado más allá de cuatro lugares comunes, participa en conferencias por la visibilidad y la sororidad femeninas con la cara oculta “para no perder futuros trabajos”. Comparen por favor con el caso de Anna Muzychuk, que se está jugando la cartera, la carrera y algo más que eso al significarse públicamente frente a los carniceros islamistas. Comparen por favor con Inés Arrimadas.
A Arrimadas le falta, intuyo, aquello que le permite a cualquier gorrón del buenismo pasar por luchador de la libertad sin haber dado un solo palo al poder en toda su vida. A Inés le falta el badajo sin circuncidar de la izquierda. Esa visa vitalicia que te permite acceder al paraíso de la superioridad moral sin arriesgar ni media uña mientras otros se juegan el cuero cabelludo en el envite.