El vendaval catalán amenaza con llevarse por delante los palos del sombrajo de una estabilidad en deterioro acelerado sin que nadie parezca darse por aludido. Perdieron todas las representaciones políticas del constitucionalismo, empujado a la frustración de una derrota sin ambages porque en política -como en la vida- los premios de consolación son más escarnio que alivio.
La victoria impracticable de Cs en Cataluña puede entrañar la potencialidad de su crecimiento a costa del PP en el resto del país. No hay encuestas que permitan confirmar que el derrumbe popular en Cataluña anticipe un trasvase en aluvión del centroderecha electoral al partido de Albert Rivera. Pero a tenor de la vehemencia con que, en las sobremesas, los mismos tertulianos que antes celebraban a Rajoy se burlan ahora de la parsimonia del presidente, cualquiera diría que el sorpasso está a la vuelta de la esquina.
En Cataluña será muy difícil formar gobierno e imposible gobernar, la fractura civil se agravará y sus consecuencias sobre la vida política nacional no parecen nada halagüeñas. No se entiende entonces que Cs apueste por hacer de mantenedor del Gobierno en lugar de investirse en adalid de un nuevo tiempo que pasará sí o sí por el adelanto de las elecciones generales.
El PSOE debería desterrar de una vez la tentación de la equidistancia con el nacionalismo, que tan malos resultados le ha dado. Si ya existían dudas sobre la eficacia de esta estrategia, el hecho probado de que Cs también ha crecido a su costa demuestra que esa es una vía muerta. Pedro Sánchez podría sacar ventaja de la posición más comprometida con el statu quo de Cs y tratar de presionarle para forzar un adelanto electoral que permita a cada partido poner sobre la mesa su menú para Cataluña y España. Además, la flagrante debilidad de Podemos, por su aproximación al soberanismo, le da un margen nada despreciable.
Los de Pablo Iglesias se han dado de bruce s en Cataluña porque los votantes, y más aún en conflagraciones tan polarizadas, siempre prefieren el original a la copia. Fieles a su absurdo complejo de superioridad, en lugar de hacer autocrítica tratan de convertir el 21-D en un plebiscito sobre la Monarquía. Esto de intentar presentar como propias las victorias ajenas y de endosarle a Felipe VI la factura de su fracaso parece un poco ingenuo, aunque quizá desconocemos la capacidad movilizadora de la autosugestión.
El mensaje real de Juan Carlos Monedero, largo y modorro, parece más una pataleta sin gracia que un hallazgo típico de quien está acostumbrado a confundir a sus aplaudidores universitarios con el conjunto de la sociedad.
Todos los partidos han respondido con ensimismamiento y conservadurismo inexplicables a unos comicios que deberían haber surtido el efecto de un electroshock.