El miedo a la tecnología debe ser tan antiguo como la tecnología misma. Imagino el temor reverencial hacia aquel que logró la chispa que provocó la llama deliberada por primera vez. Acontecimiento trascendental que sucedió en múltiples ocasiones y en comunidades distantes. Es decir, que hubo muchas primeras veces para el fuego como las hubo para la agricultura. El campo de los descubrimientos va lleno de coincidencias. Hoy lo sabemos porque se guarda la memoria y la correspondencia, y hasta la teoría de la evolución tiene dos padres.
No digamos lo que debió traer la lanza, lo que debió suponer el hacha primera. La razón del miedo parece aquí más evidente. La falacia conocida como argumento ad baculum es heredera directa de esos inventos. Sin embargo, no hurgo en la posibilidad de ser atravesado, de recibir en la frente el hachazo fatal, sino en la extensión de las posibilidades de lo humano. Déjame que siga. ¿Qué decir del pavor a las conductas inexplicables del universo, del abismarse en la oscuridad cuando tratamos de imaginar el ignoto engranaje del mundo... y cuando parece que unos pocos elegidos poseen su secreto? De ahí el gregario sometimiento a la magia —esto es, a la ciencia que no se entiende— cuando los más pintorescos sacerdotes empezaron a administrar sus arcanos conocimientos inductivos sobre las pautas estelares, sobre las mareas, sobre las épocas propicias para los ciclos agrícolas.
Pensaba ahora mismo en eclipses, pero me remito a Tintín para glosar el modo en que una característica clave de lo científico, la predictibilidad, te salva la vida mientras aterroriza y somete al que te iba a quemar en una pira. Hoy hemos desplazado nuestras ignorancias, pero el miedo sigue palpitando con el mutilante vigor que le es propio. Cree el desesperado en patrañas sin cuento, desde la homeopatía hasta la última perogrullada del nocivo género de la autoayuda. Y sostienen que es ciencia. Por no mencionar el psicoanálisis o el marxismo, que nos llevarían por otros derroteros.
Pero cuando se presentan ante nuestros ojos los maravillosos frutos de la ciencia en forma de tecnologías operativas, asequibles y por fortuna inevitables, entonces, precisamente entonces, saltan las alarmas conspiranoicas de los miedosos crónicos, de esos enemigos del cambio que sin sonrojo se proclaman progresistas, y anuncian sus clásicas catástrofes milenaristas. Pesados. Uno de los que más dinero hizo y hace con la revolución digital, atormentado por la culpa, busca redención proponiendo que los robots paguen Seguridad Social. ¡Qué especie!