En Irán muere gente. Ya se cuentan por decenas las víctimas. También hay cientos de recién encarcelados. Entre los primeros y los segundos, en un régimen como el del ayatolá Jamenei, no está claro qué es mejor.

Siempre he admirado a los combatientes por las causas comunes. A los que luchan por el bien de todos. A menudo con nada, contra una Policía o un Ejército que lo tiene todo. Solo el hambre, el no tener qué perder y una asfixiante falta de libertad pueden explicar que alguien tenga la audacia y la generosidad suficientes para arrojar su existencia por el sendero de los mártires.

Lo hizo alguien a quien nadie pudo identificar en 1989. Aquel 5 de junio, tras la matanza, la noche anterior, de 10.000 manifestantes pro-democracia en la plaza de Tiananmen, como se ha sabido ahora, un hombre se enfrentó a una hilera de tanques del Ejército de Liberación Popular. El joven, desarmado, se colocó delante del primero de los vehículos militares, impidiendo que este y los que le precedían recorrieran la Avenida de la Paz Eterna (Chang’an Avenue), u obligando a que lo aplastaran si querían continuar. Nadie ha logrado descubrir la identidad de este rebelde desconocido, como se la ha llamado en el exterior, cuya imagen es un símbolo, ya para siempre en todo el mundo, de entrega y coraje.

Ambas virtudes le sobraban a Mohamed Bouazizi, el vendedor ambulante que se prendió fuego en Sidi Bouzid el 17 de diciembre de 2010 para protestar por la confiscación de su puesto de frutas y la humillación a la que le sometieron en una oficina municipal al quejarse por ello. Su acción lo envió al cielo con solo 26 años. Antes de llegar, debió soportar quemaduras en todo su cuerpo hasta el 4 de enero, cuando falleció. Su inmolación dio lugar a la Primavera Árabe, y acabó con el dictador Ben Ali tras 24 años en el poder.

Hoy Irán tiembla, a pesar de que los Guardianes de la Revolución den por concluida la revuelta, gracias a los valientes que, como hicieron antes el joven chino y el tunecino, han agitado el país por la corrupción de algunos de sus políticos, la tasa de paro de cerca del 30 por ciento, la vertiginosa inflación, y, por supuesto, por la falta de libertad y de derechos civiles en esta república islámica.

El líder supremo culpa a los enemigos de Irán. El mundo, no solo Donald Trump, culpa al líder supremo. Pero, en realidad, la responsable de este peligroso y al mismo tiempo esperanzador escenario en este país de Oriente Medio es la dignidad de buena parte de la ciudadanía.

La madre de Bouazizi explicó por qué su hijo decidió quemarse a lo bonzo: “No tenemos dinero pero sí dignidad y a Mohamed se la arrebataron con una bofetada y malas palabras”. Para algunas personas, las más valientes y sabias, la dignidad lo es todo. Miles de iraníes se enfrentan todavía hoy a un régimen despótico y dictatorial con la mayor y más poderosa de las armas: su dignidad.



La decencia -no la fe- mueve montañas, envía a los dictadores al exilio o ante un tribunal y provoca cambios fundamentales en la historia. Ojalá que la enorme valentía de miles de iraníes reciba su recompensa; ojalá, también, que la puedan saborear mientras habitan este mundo.