En una entrevista publicada el sábado, se preguntó al diputado socialista Ignacio Urquizu si “la cuestión identitaria parte a la izquierda”. Él respondió lo siguiente:
“Le resulta complicadísimo porque la izquierda no es nacionalista. Es una corriente ideológica que desemboca en la libertad y la igualdad, pero no en la identidad. El nacionalismo no forma parte del lenguaje de la izquierda, que sí entronca con la pobreza, la justicia social o la pulsión internacionalista.”
Este es un argumento recurrente en ciertos sectores de la izquierda española, tanto dentro del PSOE como de Podemos. Y se entiende que lo repitan, porque es un argumento fantástico: presenta como defecto lo que en realidad es una virtud. Como el tipo que dice en la entrevista de trabajo que su mayor defecto es ser muy, muy perfeccionista, el problema de la izquierda sería que aprecia demasiado la libertad y la igualdad para preocuparse por tribalismos.
Por desgracia, también es un argumento falso. En primer lugar, porque la izquierda española sí habla de nación y de identidad. Lo hace prácticamente todos los días. Lo lleva haciendo prácticamente todos los años de nuestra historia reciente. Y no podría hacerlo si no tuviera un lenguaje para ello. Lo que pasa es que su lenguaje ha solido ser el de las identidades regionales y de los nacionalismos periféricos. Esto por no hablar de la izquierda explícitamente nacionalista, empezando por ERC y siguiendo con Bildu. O la que dice no ser nacionalista, pero termina haciendo –y diciendo– lo mismo que un nacionalista: Ada Colau cuando vota Sí-Sí el 9N, o Pablo Iglesias cuando grita Visca Catalunya lliure y sobirana en los mítines.
El argumento es falso, además, porque presenta como algo inevitable lo que siempre ha sido el producto de decisiones tomadas por individuos. Son los dirigentes del PSOE los que una y otra vez deciden hablar de identidad en los términos planteados por los nacionalismos periféricos. Fue el PSC de Maragall y Montilla el que decidió que el catalanismo era la única cultura política posible en Cataluña. Es la socialista Francina Armengol quien día tras día decide difuminar un poco más la línea que separa el socialismo balear del nacionalismo. Es el madrileño Pedro Sánchez quien pretende imponer al gallego Rajoy y al catalán Rivera una nacionalidad distinta de la española. Nada de esto es el resultado de una inevitabilidad climática. Su nombre no es ni Bruno ni Ana. Su nombre es Montilla, es Armengol, es Pedro Sánchez.
Sobre todo, el argumento es falso porque el problema de los partidos de izquierda españoles no es que les falte un lenguaje para hablar de nación e identidad. El problema es que parecen renunciar a un mínimo de rigor intelectual cuando tratan este tema. Lo demostraba en la entrevista el propio Urquizu –a quien se presentaba, además, como “una de las cabezas mejor amuebladas del socialismo español”-, cuando le preguntaban por la plurinacionalidad:
“No me cuesta reconocer la plurinacionalidad de España. […] Tenemos territorios en los que se hablan idiomas propios. Y uno de los rasgos que definen una nacionalidad es la lengua. Es un hecho.”
El problema de estas frases no es que no terminen de encontrar el lenguaje adecuado para expresar una idea compleja. El problema es que la propia idea no se sostiene. Si lo que define a una nacionalidad es un idioma propio, ¿no pertenecerían Inglaterra, Estados Unidos, Australia y Jamaica a la misma nación? ¿No la formaríamos nosotros con Perú, Chile, Bolivia, etc.? Y ¿qué pasa con esa mayoría de gallegos, vascos y catalanes que tienen el castellano como su lengua materna? ¿A qué nación pertenecen exactamente? ¿De verdad se está proponiendo que el problema nacional se arreglará si aceptamos la ficción de que Cataluña, País Vasco, Galicia, Valencia o Baleares son territorios monolingües?
En definitiva, a los partidos de izquierda españoles nunca les ha costado hablar de nación e identidad. Lo que les cuesta es hablar de nación e identidad de una forma coherente. Les cuesta aceptar que su discurso sobre la cuestión nacional no sufre por ser demasiado sofisticado, sino porque responde claramente a los puntos ciegos de su cultura política. Y –quizá esto es lo que más sorprende- les cuesta comprender que con todo ello renuncian a cientos de miles de votos. Porque el ascenso de Ciudadanos no contiene solamente lecciones para el PP.