Este año he contravenido mi norma de asistir a la película de Woody Allen en la primera sesión del viernes de estreno. Quería verla en la compañía adecuada, que está en otra ciudad, y este sábado ha podido ser por fin. Ha merecido la pena, porque la velada fue tan maravillosa como la noria de Coney Island. La rueda de la fortuna me llevó a una butaca con manitas, del mismo modo que a Woody lo ha llevado a unas semanas sórdidas, probablemente las últimas de su carrera. Me he acordado de la cita de La Celestina que traía el último tomo del diario de Trapiello (el otro artista que nos da una obra anual): “Mundo es, pase, ande su rueda, rodee sus alcaduces, unos llenos, otros vacíos...”.
Wonder Wheel es una película plena, sin los signos de decadencia o apagamiento que se veían en las anteriores (aunque a mí me gustaban igual). El octogenario está en forma, lo que nos hace maldecir que lo que acabe con sus películas sea la actual caza de brujas de Hollywood antes que la enfermedad o la muerte. Los seguidores de Woody llevamos más de un decenio pensando que cada película podía ser la última (o la penúltima, porque cuando se estrenan en España ya tiene preparada otra), y eso le daba una fruición melancólica a nuestro ritual. Pero esta aceptación limpia de la vida, es decir, la aceptación de que la vida cualquier día nos quitaba el caramelito, se ve ahora perturbada por la rabia. Se ha interpuesto el nuevo puritanismo imperante.
No deja de ser extraordinario, por otra parte, el modo en que este ha triunfado: porque para que la nueva moralidad reaccionaria y represiva esté marcando la ley ha hecho falta que ocupe el lugar exacto de la religión que dice combatir. En efecto, el pseudoprogresismo campante de nuestros días (¡y permítanme ese pseudo, porque mi visión quiere ser progresista!) es hoy la religión realmente existente, la que opera de verdad. La otra sigue cometiendo desmanes de vez en cuando, pero ya está culturalmente acotada: cuando se propasa, tiene la respuesta debida. No así ese pseudoprogresismo, que va con el viento a favor: por eso ha podido acabar con Woody (y con tantos otros) como no podría haberlo hecho la Iglesia.
La desdichada mentalidad de nuestra época me obliga a verbalizar que no me refiero, naturalmente, a los delitos reales, que deben ser perseguidos y castigados, sino a la inquisición paralela de los delitos imaginarios (frutos muchos de ellos de la fantasía ideológica).
Por lo demás, de Wonder Wheel se sale como de todas las películas de Woody Allen: más sensible, más civilizado, más cuidadoso, con un recobrado estupor existencial y con el balanceo de la musiquilla.